La mayonesa es originalmente una adaptación. Como en las islas Baleares se preparaba una salsa de ajo y aceite muy fuerte para los estándares franceses, la versión sofisticada fue una emulsión de huevos y aceite que se llamó mahonesa, gentilicio de Mahón.
Y conservando su característica mestiza, la mayonesa se ha vertido sobre innumerables recetas del mundo hasta hacerse indispensable, hasta ganarse nuestro cariño y un sobrenombre cariñoso: la mayo. Por eso nos duele tanto saber que recientemente ha enfermado y muerto gente por comer sánguches con mayonesa en Peñalolén. Porque cualquiera de nosotros habría pedido que se le pusiera mayo casera, sabiendo que corre un riesgo, pero con la certeza que la mayonesa envasada nunca sería lo mismo.
¿Hacen bien las autoridades de salud prohibiendo la venta de productos aderezados con mayonesa casera? No. Hay maneras de conservar la inocuidad, la higiene y la salud que no pasan por comer esos sustitutos industriales que han usurpado el buen nombre de la mayo. No me digan que esos flanes amarillos en que un tenedor podría marcar sus dientes son la misma salsa preciosa que le ponemos a los completos caseros. No me digan que es más sano comer de esas bolsas de 2 litros, grasientas y pesadas. Como bien indica el dueño de la Fuente Alemana, acá el susto está contribuyendo a una fantasía de higiene, pasteurización y asepsia que es impracticable, exagerada e irrespetuosa.
Si las autoridades tienen la flema necesaria para decir que no se puede prohibir el uso de tarjetas de crédito sólo porque La Polar estafó a 1 millón de personas, ¿por qué no reaccionan con un tercio de esa misma parsimonia y concordamos en que una sanguchería desafortunada no justifica proscribir uno de los ingredientes capitales de nuestro recetario sanguchero?