Nick Hornby, que a lo mejor le resulta a ud. tan simpático como a nosotros, sabe de hacer listas y ránkings. Pero sabe todavía más de poner en esas listas auténtico sentido con el que el lector se identifica rápida, sencilla y profundamente.
«Ya sé que al expresar mi no preferencia entre la versión de Rod Stewart de una canción de Bob Dylan y el Dylan original, me he puesto en evidencia: no soy gran fan de Bob Dylan» (p. 43)
«¿De verdad que se niegan a sí mismos el placer de aprender una melodía (un placer, por cierto, al que su generación quizás sea la primera en la historia de la humanidad en renunciar) porque tienen miedo de que les haga parecer como si no supieran quién es Harold Bloom? Uau.» (p. 24)
«Es importante que de vez en cuando, quizás incluso con frecuencia, nos depriman unos libros, nos desafíe una película, nos choque una pintura. Pero ¿hay que hacer todas esas cosas al mismo tiempo? ¿No podemos permitirles consolar, reanimar, inspirar, mover, alegrar? ¿Por favor? ¿Sólo de vez en cuándo, cuando hemos tenido un día de realmente de mierda?» (p. 67)
Podría seguir subrayando frases, pero creo que el punto ya está hecho. Y me pregunto si no vendrá el editor de Hornby a cerrar esta pequeña gaceta sanguchera. Pero dejemos el miedo de lado: así como el sánguche es a la gastronomía lo que la vivienda social es a la arquitectura, si el sánguche fuera un sub-género musical no tengo ninguna duda que (el fan de) Dylan lo despreciaría, los críticos de arte o los creadores malditos lo señalarían como todo aquello que NO quieren hacer.
No es difícil, por tanto, simpatizar con el enorme y valiente afecto de Nick Hornby por las canciones populares de infinitos autores menores que pueblan las vidas de las masas. Si el sánguche fuera música -y ojalá pudiera uno aspirar a eso- sería pop. No tengo dudas.