La chilenidad que se come en septiembre

El copihue y la cueca son símbolos nacionales que le debemos a la dictadura, que sintió la necesidad de dotarnos oficialmente de una flor y una danza mediante decretos. Sobre la belleza de la flor o los méritos estéticos del baile podríamos discutir cualquier otro día. Lo que nos gustaría señalar es esta oficialidad: la chilenidad entendida como un mandato legal proveniente de una autoridad. En este caso se trata de una ilegítima, militar, uniformada y carente de lo que sostiene a los símbolos patrios: un mínimo de respeto por quienes habitan dentro de los límites de la tierra del copihue y la cueca.

2013: EN EL PARQUE O´HIGGINS! LA YEIN FONDA OFICIAL

Pero no es la única chilenidad oficial: en los mismos actos donde la cueca militar fue un gesto deferente de parte de los escolares hacia las autoridades regionales, vinieron luego las cuecas choras como su reverso concertacionista. Sigamos la cronología: a comienzos de la transición fue La Negra Ester, el Tío Roberto, el Tío Lalo, Los Tres, la Yein Fonda. En 2013, la Yein Fonda adjudicándose el papel principal en el 18 de Santiago. No es falso que la fonda oficial de Los Tres tiene una oferta musical atractiva y un sentido del humor que podría resultarnos familiar. Lo que queremos subrayar es este carácter oficial. Legítimo, a diferencia de los decretos de Pinochet, pero oficial. En vez de autoridades, artistas-empresarios.

En lo que respecta a la comida, la empanada sería el símil del copihue, la espuela y la rueda de carreta. Por alguna razón, el menú dieciochero considera de modo perentorio que la chilenidad que se come debe consistir en anticuchos, choripanes (invento más bien argentino que en los 80s no se consumía) y asados. El oficialismo del Parque O’Higgins tiene estas dos caras: la parada militar y su agria exhibición de armas, las fondas y su menú carísimo, insalubre a veces, incomible casi siempre. Por supuesto que vemos la diferencia entre armas y parrilladas (preferimos las segundas), pero el hecho es que cohabitan el mismo recinto ornamentado de tricolor.

Desde este blog pensamos que todo lo que se vuelve oficial, en algún momento se vuelve obligatorio, luego alguien se lo apropia, lo privatiza o lo concesiona, lo vuelve exclusivo (si es rentable) y entonces se le despoja de su sentido más elemental. No tenemos registro de ningún decreto sobre «la comida chilena oficial» ni queremos que llegue nadie a privatizar ninguna receta (aunque sea chora). La sanguchería chilena no ha necesitado nada de esto para existir como una cultura viva de alimentación urbana y popular. Así debería mantenerse en el futuro.

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¿El patrimonio del San Remo dónde está?

Ha habido mucha bulla, mucho tuit, mucho hashtag, mucha columna. Por momentos no se entiende bien quién quiere qué, quién persigue a quién y en definitiva qué sería mejor para los habitantes de este barrio. Pero los vecinos del barrio Matta han presentado hace una semana un recurso de protección contra la construcción de la línea 3 del Metro. Entre otras consecuencias, eso aplaza en algo el cierre del restorán San Remo y nos deja tiempo para una pregunta: ¿qué es lo patrimonial en este caso?

¿La música dónde está? ¿En los cables?
¿La música dónde está? ¿En los cables?

Lo primero será decir que el caso Metro vs. San Remo es uno más de una larga serie en que en un lado parece haber inversiones, empleo, ingeniería, conectividad, eventualmente maldad y ambición, mientras en el otro lado queda la historia, la cultura, la ecología (Luis Mariano Rendón, por ejemplo), un poco de vanidad abajista y la cuestioncita de la identidad.

Es muy difícil elegir en esta situación binominal: el metro tiene beneficios tan grandes, la identidad del barrio es tan frágil. Si proteger un restorán equivale a mantener aislado a un barrio tan céntrico, si aplaudir el Metro significa aplastar un espacio popular de verdad, ¿dónde tenemos que ubicarnos? Siempre está la propuesta de una buena solución de compromiso y probablemente se alcance, pero de momento intentaremos decir qué es lo más valioso y patrimonial en este caso (a nuestro juicio, por supuesto). Veamos:

  • ¿La construcción? El valor arquitectónico de la esquina es muy menor y en todo caso, muy parecido a varias construcciones que nadie ha comprado, que nadie protege mediante campañas, que nadie celebraría en 50 años más, que ya se demolieron en silencio. Es posible, en todo caso, que el San Remo sea lo que es porque está justo en Av. Matta con Cuevas, de manera que su emplazamiento es importante. Pero no nos engañemos: podría estar mejor ubicado dentro del mismo barrio y no sería menos patrimonial.
  • ¿La cocina? Si hacemos caso a César Fredes, esto ya reviste mayor interés patrimonial. Actualmente, el arrollado artesanal se prepara poco y mal, de manera que esta buena preparación habría que cuidarla, dársela a probar a nuestros hijos y elogiarla sin vergüenzas de ninguna clase. Otro tanto cabría con las papas fritas. La escalopa y las fricandelas, un poco menos. Las chuletas, ensaladas o las papas cocidas, pensamos nosotros, no tienen nada especial. Habría que ser más precisos, entonces.
  • ¿Las recetas? Esto es más abstracto y por lo mismo se olvida más fácilmente. ¿Cómo se logra la papa frita (ya nos acostumbramos a la papa larga y flaca)? ¿Qué carne del chancho se usa para el arrollado, cómo se condimenta? ¿Cuánto tiempo de cocción se necesita para conseguir esa suavidad? Esto nos remite a un oficio -una artesanía, un saber no escrito- que en otros lugares se denominaría «charcutería», pero que en Chile no tiene un nombre claro y no tiene herederos. Quizás esto, más que la casa y las papas cocidas, sea el patrimonio más valioso, escaso y frágil. Sin la sede que proporciona el restorán, claro, el oficio de preparar el arrollado se extinguirá para felicidad de personas como Rosa Oyarce. Pero encadenarse afuera no parece solución suficiente, por más que nos deje la tranquilidad de ser tan jugados.

Entonces, mientras esperamos que la línea 3 del Metro no demuela el restorán, nuestra opinión es que los dueños, trabajadores y proveedores del San Remo son poseedores de un saber que nos pertenece a todos. Parecido a lo que se podría decir del cobre, un recurso que le incumbre a todo el país y no solo a las regiones que lo tienen en abundancia, el patrimonio exige un trato especial. Hay que pagar por él, hay que cultivarlo para disfrutarlo a la vez que se debe pensar en su valor futuro.

Supongamos que el San Remo efectivamente no se toca y tenemos una picada donde escondernos y arrollados para unos años más: ¿qué va a pasar cuando los dueños del local jubilen? ¿Y si el maestro que prepara los arrollados no deja discípulos? ¿Si la receta se pierde en el tiempo? O peor aún: ¿y si pasa que nos encariñamos nostálgicamente con una reliquia (porque igual viajamos al pasado cuando entramos al San Remo) y el chancho a la chilena no evoluciona nada, hasta desadaptarse aún más a las costumbres del presente? ¿No estaremos buscando un parque temático donde sentirnos a gusto, aun sabiendo que es escenografía? Esta pregunta ofende a alguna gente bien intencionada. No importa, hagamos cuenta que lo dijo un crítico gastronómico inglés y así no nos picamos: el patrimonio no es para demolerlo, pero tampoco es para venerarlo y pedir que nunca, jamás se le toque.

Feria del Sánguche 2012: una invitación

Partamos aclarando que no tenemos invitaciones (entradas gratis) para regalar ni organizamos concursos por entradas (para eso, vale la pena seguir el tuiter de la Feria). Una invitación en este caso quiere decir que les animamos a ir el sábado 15 de diciembre entre las 16 y las 16:50 hrs., para que conversemos en el escenario principal de la muestra ubicada en el Parque Araucano.

Igual que el año pasado, nuestro afán es contar lo que hemos aprendido en estos años, pero esta vez en la forma de una ruta sanguchera de la capital de Chile. Datos calados, experiencias infrecuentes, recomendaciones de buenos amigos y una celebración de algo que nos gusta, que disfrutamos cuando estamos recién pagados y también cuando estamos llegando a fin de mes.

Más info en la web de la Feria.

Ligurización, emporialismo y el efecto picada

Sebastián Sepúlveda publicó en Plataforma Urbana una interesante columna sobre el Liguria. Desde luego, no una crítica gastronómica. Más bien una interpretación de los muchos trucos retóricos que, como en un signo, están ensamblados en el bar de marras, su oferta y su clientela.

En el texto se habla de un proceso de ligurización que implicaría una importante, masiva y ambiciosa falsificación que en lugar de producir billetes truchos, produce una historia y una cultura truchas. Una privatización de la Lira Popular, de la mechada, de la piscola, del fútbol amateur y un extenso listado de elementos que, puestos bajo la marca «Liguria», sirven para darse mucha onda, estar muy conectado con un pasado imaginario y usufructuar política y económicamente de todo lo anterior.

Sin duda, el texto indica algo palpable y real. El Liguria es algo así como el bar o restorán que nos gustaría mostrarle a un extranjero con onda. Es un sitio para ver y ser visto por personas onderas. Es la sede de una élite que ha estado en el gobierno, ha liderado una corriente de opinión y se ha institucionalizado pese a perder las elecciones. Como tal merece ser considerado un signo cultural, y con él su comida. Pero, ¿es un sujeto alienado el que pide una mechada palta en el Liguria? ¿La verdadera tradición y el patrimonio estaban tranquilos en la Lira Popular hasta que entraron los usurpadores? Esto es más difícil de aceptar, pues la cultura popular es siempre un mestizaje, un zig zag de gestos muy inconsistentes para el ojo que busca pureza, claridad, inocencia o atemporalidad.

En este blog hemos ensayado el concepto de emporialismo para señalar algo que parece muy emparentado con la descrita ligurización. Claro que el signo es el emporio gourmet que maquilla su novedad y abierto esnobismo en una fantasía sobre la dichosa escala barrial, artesanal, sencilla y a la vez sofisticada en que nos gustaría gastarnos el excedente. Pero todos entendemos que se trata de negocios nuevos propios de élites que resuelven volver a vivir a barrios antiguos. Nadie cree, al menos no sinceramente, que el pasado chileno huele a té verde con gengibre o que las lentejas son un plato que vale las 5 lucas que se cobran. Es una preferencia estética, parecida a la compra de antigüedades.

En tal sentido, la idea de un sucio truco ideológico que captura y zombifica a personajes ensordecidos por la música ambiental que creen realmente que el Liguria encarna al verdadero Chile -¿qué es eso?- parece desmesurada. La creatividad del márketing emporialista está evidenciada, pero nos cuesta aceptar que exista un «patrimonio colectivo e inclusivo» chileno, con familias extensas y muchos hijos, que merezca óleos santos.

Como se puede apreciar, planteamos un matiz dentro de una discusión que nos incumbe. El sánguche chileno, mestizo y lleno de referencias históricas, está cruzado por la mercantilización y la masificación. Eso lo describe y lo singulariza, pese a lo difícil que resulta incluir un completo en un recuento de comidas chilenas típicas.

Finalmente, nos parece pertinente mencionar la idea de Óscar Contardo sobre este mismo tema: existiría un «factor picada» que viene desde antiguo -la afición al consumo en condiciones de precariedad, secreto y simpleza- y que parece haberse adaptado al cambio climático que supone un ingreso per cápita más alto. Quizás este factor abstracto nos permita entender cómo el capitalismo cambia las costumbres con mechada y piscola.

(Gracias a @mpenaochoa, @patriciorojas y Acevedo por sus opiniones sobre el texto de Sebastián Sepúlveda)

La cocina en un país clasista

En este blog estamos siempre oscilando entre sentimientos de orgullo por la cultura popular que hay en el sánguche y la precaución de no ponernos chovinistas, nacionalistas, demasiado serios o sensibles a la posibilidad de que nuestros gustos no sean compartidos. Debe ser porque lo más habitual en materia de gustos es que no haya mucho en común, de modo que lo habitual es pasar mucho tiempo defendiéndose en vez de celebrar, sobre todo en Chile.

¿Por qué sería difícil encontrar algo que los chilenos tengamos en común en materia de comidas? Veamos algunas posibles respuestas:

  • Decir «cocina chilena» supone encontrar algo compartido a lo largo de la historia. Tradiciones que consisten en aprendizajes que los padres enseñan a los hijos, que estos mantienen vivos, que reproducen y enseñan luego. Nuestro país nunca ha tenido genuinas tradiciones, en la medida que estamos corroídos por una duda terrible: ¿seremos mínimamente aceptables? La facilidad con que incorporamos novedades es sospechosa y elocuente. No obstante, en los recuerdos de la infancia hay puntos en común. Borrosos y todo, existen.
  • También puede tratarse de un factor común que atraviesa regiones geográficas y culturales. La diversidad del territorio chileno es exaltada porque ofrece particularidades, naturalmente, pero ¿hay algo que las conecte? ¿Conocemos de verdad los santiaguinos las costumbres alimentarias de Atacama o Aysén? ¿Tendrán idea en la pampa nortina de lo que Chiloé ofrece, lo que está amenazado y lo que vale la pena cuidar? El centralismo chileno es una expresión muy clara del terror a la desintegración territorial, que sería lo más natural por otra parte. No obstante, por distintas razones, hay hebras que comunican zonas distantes, migraciones internas que acumulan relaciones de larga data. Hay un pan chileno reconocible, al menos, que puebla una parte importante del territorio y actúa como un hilo conductor.
  • Pero en Chile ni el tiempo ni el territorio son barreras tan insalvables como las clases sociales. Esa grieta tiene el poder de aparecerse en la cultura alimentaria del país donde menos se la espera. Podremos habitar incluso la misma ciudad, pero nos mantendremos comiendo cada cual lo que debe comer. Las élites permanecen celosas de su gusto, asquientas a lo ajeno. Las masas, desconfiadas de lo nuevo y quizás avergonzadas de los olores que salen de sus cocinas. Esta es, pensamos, la principal dificultad para encontrar algo que merezca el título de «cocina chilena», y es contra esa resistencia que pelean muchos.

En fin: en nuestro país no hay cómo darle de comer a una señora elegante de Vitacura un plato que en una fiesta familiar de provincia sería el resumen de todas las virtudes (enjundia, abundancia, contundencia). Y si la señora tuviera una receta chilena novedosa y de genuino interés gastronómico, es casi imposible pensar que esa preparación vaya a cruzar hasta el otro lado de la ciudad; los precios, los gustos y hasta el lenguaje lo impedirían.

Si estas afirmaciones fueran ciertas, sería posible observar en la clase media -aquellos que han mudado de barrio, ingresos y lenguaje en el tiempo de una o dos generaciones- los efectos de provenir de una dieta y entrar en la otra. La familiaridad (a veces secreta) con el chancho y, simultáneamente, el interés desbocado por los restoranes de moda, tan rendidores a la hora de ser vistos. La dificultad de anudar bien la carga de lo que se ha aprendido en la infancia mientras se visitan parajes nuevos, sofisticados. El esnobismo chileno con el vino y la comida es, pensamos, una evidencia a favor de estas afirmaciones.

Una propuesta de escape a esta fractura clasista en la cocina es la de rescatar la comida chilena en medio de la globalización. Pero, al margen de los ejemplos, ¿qué se «rescata» en general? Recetas antiguas, perdidas, casi extintas a no ser por los apuntes que dejó la abuela y a los que nadie había mirado con atención. O quizás rescatar es una forma de decir que el charquicán o el chacarero nunca nos dejaron de gustar y que ya es hora de admitirlo públicamente. ¿Quién rescata? El rescate tiene que contar con la venia de alguna señora pituca, algún juez extranjero, un árbitro investido de autoridad académica, estética y social. El rescate en cuestión corre el serio riesgo de ser en realidad una moda, por un rato. Como la cumbia paltona: si lo hacemos porque está de moda, no corremos el riesgo que alguien piense que realmente nos gusta.

Puede llamarse paternalismo, exotismo, emporialismo, comercialización, privatización. Nuestro punto de vista es que va a haber cocina chilena cuando conozcamos lugares que no vemos, cuando probemos recetas que no nos corresponden por cuna y nos gusten. El tiempo irá haciendo la síntesis.

Leer: El sanguche, de Juana Muzard y Pilar Hurtado

Este post no es ni un resumen del libro ni un comentario sobre su contenido. Más bien, el libro nos da la opción de pensar en la relación entre la sanguchería chilena y el mundo de los negocios.

Versión XL incluye investigación de A. Hales

La Feria del Sánguche fue, según dicen  sus creadoras, una consecuencia de la publicación del libro El Sánguche. En otras palabras, la tarea de recopilar recetas locales, investigar la historia de esta creación alimentaria y editar todo lo anterior en un libro ilustrado de gran formato, generó en las autoras la convicción de haber encontrado otra cosa: un espacio para desarrollar una industria gastronómica específica del sánguche. Antes de seguir a otras consideraciones, será bueno decir que estamos de acuerdo en lo atinado del propósito y que esperamos que prospere en el tiempo.

Dentro de la industria gastronómica chilena, el sánguche ocupa hoy un lugar menor: cuando no se trata de cadenas de comida chatarra (Doggi’s y sus precios sospechosos, Fritz y su grosera oferta del sánguche de medio kilo, así como otros por el estilo), tenemos un sinnúmero de intentos de futuro incierto, y luego un conjunto de locales que difícilmente se puedan considerar propiamente industriales. Es cierto que en la artesanía sanguchera hay un tesoro invaluable, pero no nos engañemos con ideas románticas. Las pequeñas fuentes de soda, los kioskitos, los carros y hasta los lugares insignes tienen que pensar en el crecimiento, ya sea para defenderse del gigantismo de la industria chatarrienta, como para pensar en dignificar el oficio (higiene, servicio, calidad en general).

Y acá entra (lo que entendemos que es) la propuesta de la Feria del Sánguche: mostrar al público y a los empresarios sangucheros que se puede ir más allá de la sobrevivencia y la dignificación, llegando a democratizar la gastronomía local por la vía de ponerla en el pan, y por qué no a exportar lo que sabemos hacer bien. Eso sería realmente poner al sánguche en un lugar destacado ya no sólo de la alimentación (que lo tiene ganado por historia y mérito), sino de la gastronomía.

En efecto, exportar tomates, huevos y paltas es un importante negocio. Pero exportar un recetario en que el tomate,  la palta y el huevo se procesan de una cierta manera y crean un sabor que los chilenos conocemos como italiano es un negocio mucho mejor. Es semejante a la diferencia producir y exportar uva de mesa, o bien cultivar variedades vitícolas específicas y vinificarlas con destreza. Ese diferencial se llama valor agregado y requiere aplicar un conocimiento que viene de diversas fuentes: por lo pronto las academias de cocina y el saber popular. Acá entra el libro de Muzard y Hurtado.

Versión talla S

En su versión original, El Sánguche se lanzó como un libro de unos $25.000, posiblemente orientado a compartir destino con este tipo de publicaciones. Pero hoy tenemos en las manos una versión más barata ($5000), destinada a estar con las otras recetas en la cocina, literalmente de bolsillo. Este cambio tiene consecuencias interesantes.

  • Una consecuencia directa es que a un precio más barato, la sistematización de recetas hecha por las autoras queda más cerca del público, que es el verdadero propietario de la cultura sanguchera, y así el libro cumple mejor su propósito de difusión.
  • Otra es que incluye al libro dentro de la Feria, que es un lugar donde concretamente se reúne una cantidad apreciable de interesados -más de 20 mil- agregando contenido y un discurso cultural a la comida y la bebida. Al estar disponible la oferta sanguchera en todos lados, nos hace preguntarnos si realizar una Feria agrega algo al mero comercio: la respuesta es .
  • Una última consecuencia que celebramos es que la Feria no quiso coquetearle solamente a las élites que, tan a menudo, se apropian de manifestaciones de la cultura popular, las rentabilizan, luego las codifican y las alejan del público. Nos podrán retrucar que el Parque Araucano no es precisamente un enclave popular; por cierto, ese es un gesto deliberado y que debe tener sus razones. Pero ojo: también entre los lugares invitados hubo varios que son depositarios del conocimiento sanguchero más profundo y genuino, los precios -para los tiempos que corren- no fueron ninguna exageración y si alguien podría sentirse fuera de lugar no será la clientela sanguchera habitual, sino una mujer bronceada y atenta a su dieta que preguntaba a un maestro «oiga, ¿hay de estos mismos sándwichs pero en masa de wrap, porfa?» (cuña que escuchamos en directo).

Tal como ocurre con los vinos, es bueno tener libros que quieren darle espesor a un mercado, en este caso el del sánguche. Pero es mejor aún si esa actividad económica tiene raíces en una cultura en que el principio de la cooperación es más respetado que el afán de lucro. Tal como lo han aprendido nuestros vecinos, los buenos negocios no intentan privatizar la cultura de la que se nutren. Bien por los libros sangucheros a buenos precios. Y bien, muy bien, por la circulación no comercial del conocimiento.

Feria del Sánguche

Todos invitados

El rumor corría por tuiter. Ya había quien prometió asistir, aunque las coordenadas eran las elementales. Pero no hace falta tantas indicaciones: es el mismo Parque Araucano en el que se organizan exposiciones cada tanto. Es la idea de una feria gastronómica, tal como otras que concitan la atención del público. Pero tiene una particularidad. Celebra a nuestro querido, vital y corajudo sánguche chileno, su historia, su destino y sus cultores destacados. La Feria del Sánguche ya tiene sitio web.

Desde este blog adherimos a los propósitos de la Feria, que entendemos como una celebración merecida del patrimonio sanguchero local. Así que esperamos contentos que venga, pronto, el Día Nacional del Sánguche.

El 18 es el peor momento para ser chileno

La necesidad de festejar es anterior a la fecha específica: no hace falta ser muy patriota para enfiestarse el 18, así como no se requiere ser muy católico para comer mariscos en semana santa. Desde el punto de vista que nos incumbe -la comida popular, más aún cuando viene entre panes- hemos dicho antes que las fiestas patrias chilenas no nos entusiasman mucho. Casi nada. Naturalmente, no quiere decir que nos molesten los feriados o que nos vayamos a encerrar pudiendo disfrutar el buen tiempo.

Pero es llamativo que el festejo sea convocado por financieras, cajas de compensación y bancos para los que «lo típico chileno» consiste en un refranero de palabras mal escritas o mal pronunciadas, cuando no un listado de descalificaciones: los chilenos son impuntuales, mentirosos, sacadores de vuelta, flojos y borrachos. ¿Por qué la auto ironía? ¿Por qué la vergüenza? ¿Para qué comer (anticuchos) o tomar (chicha) obligados si podríamos hacerlo contentos? ¿Qué fiesta se puede hacer con esa mala conciencia?

Por este tipo de razones, en este blog nos excusamos de poner guirnaldas, escarapelas y banderitas en septiembre. No nos tinca el nacionalismo huaso ni esta pose guachaquienta, abajista.

Un kiosko en San Fernando (colaboración de Cuncuno)

Cuncuno hizo la ilustración que identifica a sánguches y además ofreció colaborar con un texto. Es un amigo de la casa que tiene una extraña idea de cómo afrontar un bajón de hambre.

Bajoneo bucólico pastoril, por Cuncuno

Por mi condición de estudiante provinciano, la mayoría de los artículos de este blog se me presentan como vitrinas de cierto piso de diseño en un concurrido centro comercial. A menudo me he quejado con el administrador por no darle peso necesario a aquellos coléricos y poco salubres establecimientos que brotan en la capital (a excepción de un par de notables datos). Pero detrás de esta línea editorial veo una lógica razonable; lo que se come en estos locales suele ser una versión grotesca y mutante de las recetas originales, producto de ecuaciones capitalistas que intentan complacer cantidad y precio; a costa de calidad y en muchos casos, salud.

Pero no todo está perdido, existe un lugar en las afueras de Chile llamado «provincia»; en este caso me referiré específicamente a la comuna de San Fernando, mi lugar de origen y lavadora personal.

Corría un fin de semana un tanto agitado, creo que fue una noche previa a las últimas elecciones; como era de costumbre, la juventud sanfernandina consumía alcohol independiente de las más estrictas prohibiciones. Pasada la una de la mañana, la banda de turno comenzó a aburrir con un repertorio prehistórico y un par de peleas de bar gatillaron nuestra salida en busca de algo para comer y seguir conversando en el auto.

Fuera del concurrido bar, San Fernando parecía ser un desierto aún más deprimente de lo normal, y no encontrábamos alguno de los típicos sucuchos abiertos; los efectos de la marihuana en el chofer potenciaron una desesperada búsqueda de comida fuera del redil de seguridad que supone el casco viejo de la ciudad, para terminar adentrándonos en barrios más recientes; frutos de traslados de campamentos a mediados de la década pasada.

Después de perdernos entre la nieba y las calles carentes de señalización y planificación damera, una tímida luz titilante se nos presentó de golpe. El lugar se trataba de un humilde kiosco ampliado precariamente y atendido por dos señoras con la oferta regular de sánguches y completos, bebidas de origen alternativo y papas fritas.

La provincia ilustrada tiene algo para usted

Y he aquí donde se nos presentó el primer golpe: el precio. Un italiano de tamaño y proporciones más que regulares a $750. El resto de los precios seguían una lógica similar, pero después de tanta cerveza no quisimos ahondar en algo más ostentoso, independiente de lo económico que era.

Segundo golpe: la calidad. El pan era consistente y con una cantidad razonable de sal, la palta poseía su solidez habitual y el tomate sabía a tomate. Las vienesas eran bastante normales para un local de estas características. Mientras las señoras preparaban las órdenes, notamos que no recurrían al vil truco de hacer rendir la palta y los condimentos. Es más, la cantidad de palta era tal que una de las acompañantes pidió menos (para luego ser debidamente abucheada por el resto del grupo).

Mientras consumíamos al ritmo de la Radio Tropical Latina, conversamos con las señoras, quienes nos contaban cómo manejaban el negocio usando proveedores del mismo barrio, o incluso ingredientes de su propio huerto. Contaban que no buscaban hacerse millonarias vendiendo completos, pero la buena fama del kiosco lo mantenía con buenos dividendos, no teniedo que arriesgar a comprar ingredientes inconsistentes ni inventar monstruosidades de barrios universitarios. El comercio y la producción local mantenían al boliche en números verdes, atendiendo desde un patio trasero en una zona bastante poblada, sin comprometer la calidad. Así de simple.

El golpe final fue la expansión estomacal que pudo dejar un simple italiano de no más de 20 cms, cuando es preparado con la apropiada calidad y el cariño de las viejitas (que eran bastante simpáticas; el canábico chofer hasta bailó cumbia con una de ellas). No todo está perdido, señores; mientras el chileno no entienda que el dinero no es el fin ultimo en la vida y recurra a un sinnúmero de artimañas para conseguirlo y aspirar a modos de vida importados (ya sea en su versión yankee hiperconsumista o en la fantasía neo-socialista de alta costura). Un par de señoras nos enseñaron que un endeble kiosco perdido en la niebla hacía más que una cadena de comidas o el último boom de la gastronomía con turismo social. Porque el kiosco sabía lo que hacia, lo hacía bien y no pretendía ser otra cosa.

Identidad, simpleza y una lección de vida en un pequeño pero contundente italiano.