No todos los barrios gozan de una avenida que a lo ancho sume seis pistas, que soporta en ambas veredas la fantasía de un vanidoso y extravagante comercio fuera de lugar para la época: imaginen un anfiteatro de conciertos al aire libre, discotecas, un bowling y una pista de patinaje techada e impecablemente recubierta de parquet. Desfilan también clubes comunales en grandes y encopetados caserones a la europea, que resguardan imaginariamente a los descendientes de esos antiguos títulos nobiliarios capitalinos que se agregaron a la cola del barrio Republica.
Esa misma flor y nata ordenó el espacio público (no es un reclamo, lo hicieron bastante bien como ente regulador), sustentando el comercio de insumos básicos y algunos más rebuscados, y los infaltables emplazamientos de ocio comestible. En la misma arquitectura se levantan picadas a la chilena, parrilladas, restaurantes y salones de baile para elegantes parrandas de tango y bife, obviamente regados con Campari Tonic y vino embotellado. Pero eso no es todo. Hay verdaderas rarezas que conciben su propia atmosfera antojadiza, como el sombrío y discreto Drive-In en cuya fachada de piedra y desde la vereda se podía elucubrar lo que ocurría tras la oscura entrada y los luminosos neones azules sin usar tanta imaginación. Incluso, a este lugar lo llegaron a reconocer como “un antro de correteo y mastique simultáneo”. Vicios bastante pomposos para una comuna que desplegaba con orgullo sus colegios de moral católica y otros de renombre francés.

Esto que puede parecer un enclave atemporal, semicordillerano o barrialtino, realmente constituye lo que fue hasta un poco antes de 1990, la activa vida comercial y social en torno a la Gran Avenida José Miguel Carrera, que involucra a las comunas de San Miguel y gran parte de La Cisterna.
A simple vista, esto no guarda relación alguna con lo que pueda figurarse en cuanto a barrios tildados de clásicos, de hecho, esto es la suma y mezcolanza de microbarrios que desde una amplia diversidad social se estratificaron y que disfrutaron de una transversalidad y vínculos comunitarios como pocas veces se ha visto en Santiago. Dentro de los firmes murallones de las viviendas, que fue el dispendio aristócrata del Llano Subercaseux, se hallan otras de menor orden que así y todo fueron extraídas de los frecuentes delirios arquitectónicos europeos, donde habitaron políticos, profesionales y funcionarios públicos. Por otro lado se extendían las viviendas progresivas que fueron construyendo los obreros, gracias el avance de fabricas textiles y de calzado que se extendieron desde Carlos Valdovinos hasta Lo Ovalle. Esta confluencia social, excelente planificación y entendimiento entre partes –de la cual nunca nos habló el trasnochado y ochentero grupo musical de San Miguel– es condimentada por una cantidad insólita y numerosa de fuentes de soda hábilmente decoradas replicando pretenciosamente el ambiente y efervescencia de las cafeterías y heladerías norteamericanas. Guardando las proporciones obviamente, ya que precariamente se acercaban al objetivo.
Contextualmente, quizás fue la influencia de revistas y series televisivas que dejaron estas matrices como parte de los idearios colectivos de sus locatarios. Quién sabe. Fuera de este frustrado y poco atractivo intento ondero por dar apariencia y servicio, hay peso suficiente para hablar de sánguches, e incluso validar la importancia del corredor comercial en Gran Avenida, que logró contener lo que por entonces no era una moda ni siquiera en las sangucherías clásicas del centro de Santiago.
Sin querer ahondar demasiado ante la tediosa crisis de 1982 y sus molestas repercusiones, cabe señalar lo frecuentes que fueron los desajustes en el precio de los alimentos. Eso encareció todo tipo de preparaciones, logrando cierta desatención pública que veía a cualquier local de paso comestible como un despilfarro. En los años sucesivos se puede apreciar que las clásicas sangucherías del centro de la capital comienzan a echar mano del ingenio, buscando diversificar su oferta para cambiar la indiferencia peatonal ante el modesto atractivo de los locales. De esta forma el sánguche sale del pan o simplemente se elimina, para ser puesto en un plato ancho y exhibido a modo de maqueta en las vitrinas de los mismos locales. Algunos incluso, con ingredientes adicionales de dudoso gusto y poca congruencia, como las papas fritas con puré, vienesas, huevo y cebolla frita.
Todo esto no es sólo para ahondar en la necesidad de un gancho visual o supuestamente influir en un posible comensal; es simultáneamente, un arrebato algo exacerbado ante la propia competencia y a los nuevos negocios que fructificaron, y que lograron efectivamente asfixiar a las sangucherías. Hablemos de las -a estas alturas- clásicas fritanguerías de pollo con papas.

El Cocoriko y Los Pollitos Dicen de Estado, El Pollo Stop, el Pollo Caballo de Matta y Viel, los Pollos de Monserrat, el de Phillips y Bulnes (ahora Pollo Tarragona) el Catari de Ismael Valdés y tantos otros símiles, fueron parte de nuestro renovado y sincero carácter; simplemente querer más sabor y calorías por menos dinero. Y en forma rápida. Así logran extenderse en la ciudad más allá de Estación Central, Gran Avenida, Las Condes y Recoleta. Es tal su despliegue que incluso las picadas tradicionales integran parte de este menú –sobre todo las papas fritas- como acompañamiento de arrollados y perniles. Sin embargo es el estandarizado cuarto de pollo con papas fritas el que dominó el panorama alimentario de las oficinas y el paseo familiar al centro; que desde los $600 pesos de una bandeja de cuarto de pollo hasta la de medio por $1.000 pesos, batió los precios del tradicional Zurich de Plaza Baquedano, cuyos lomitos y otras preparaciones rondaban los $1.200 pesos de la época. El sánguche queda relegado por el encarecimiento de sus ingredientes, a una especie de lujo opcional y no a una solución práctica.
Gran Avenida: la antítesis céntrica.
Matadero Franklin, a diferencia de la Vega Central, abusó varias décadas de la informalidad comercial y de las nulas intervenciones sanitarias. La carne, embutidos y otros alimentos similares provenían (no en su mayoría) de carnicerías clandestinas, encontrándose incluso un gran abastecimiento de carne de caballo que se hacía pasar por vacuno. Las verduras que venían de Maipú y Pajaritos, y otras cultivadas a orillas del Mapocho hacia la costa, se mezclaban con las provenientes del sur, siendo todas ofrecidas por los mismos parceleros que viajaban a Santiago, buscando así eliminar los intermediarios y evadir cualquier fiscalización sanitaria. Sigue leyendo