Nos advierte un lector de una iniciativa legal para elevar los impuestos a la comida chatarra. Son varias las preguntas que se pueden formular desde esta tribuna sanguchera:
- ¿Está bien subir los impuestos a la comida en general?
- ¿Y a la comida chatarra en particular?
- ¿Debe intervenir el estado en los hábitos de alimentación de la población?
- Y la más central: ¿debemos preocuparnos los sangucheros de este asunto?
Las respuestas pueden avanzar de a poco, tal como el debate legislativo. Y nos parece importante el tema, no se crea que es juego. Veamos algunas ideas globales que están en el trabajo de escritura de este blog:
1. La comida es una necesidad primaria, y particularmente en las ciudades se trata de una necesidad popular. Este no es un tema para élites y por lo mismo, con algo de recelo tendríamos que preguntarnos por la justicia de una medida que aumente el precio de este tipo de comida. Recuerde usted que en muchos países el pan es un alimento subsidiado, protegido de la inflación y al alcance de todos. En principio, deberíamos estar exigiendo rebajas al precio del pan en lugar de impuestos a la comida. Pero esto puede tener bemoles en el caso de la comida tóxica.
2. La comida chatarra, entendida como la industrialización de un conjunto de frituras, grasas saturadas y calorías que desborda cualquier parámetro alimenticio tradicional, es un fenómeno cultural amplificado hasta el escándalo por EEUU. Como una plaga de langostas, los locales de fastfood invaden y copan nichos antes ocupados por la comida local, vinculada a sabidurías populares muy anteriores a la globalización. Entendamos entonces que un impuesto al McDonald’s debería actuar como una corrección de las asimetrías que afectan a las fuentes de soda. No se confunda: el fast food sí que es tóxico. Vea aquí el esfuerzo de Jamie Olivier por detener la plaga en un mundo de obesos mórbidos sólo conocido en norteamérica.
3. El estado debería mantenerse neutral ante las preferencias de los individuos, por respeto a la libertad. Pero esa neutralidad no puede caer en la contradicción de respetar conductas que, justamente, socavan la libertad. Es decir: si una comida puede quitarle a un sujeto varios años de vida (tiempo que, personalmente, le dedicaría encantado a comer más y mejor), es razonable que la legislación desincentive su consumo. Es lo que se hace con el tabaco. Es lo que debería hacerse con las drogas, al legalizarlas. Es lo que falta hacer con el alcohol y las armas. Lo respetuoso de las personas es permitirles activamente escoger qué quieren comer, incluso deteniendo al mercado en su oferta masiva, homogénea y algo bruta.
4. Los sánguches NO SON chatarra. Primero, porque el pan no lo es. Luego, porque las proteínas cárnicas no lo son. Tampoco lo son los vegetales (tomate, palta, pepinillos, cebollas, repollos, lechugas, pimientos, aceitunas, ají, mostaza, etc.) que van entre panes, más todavía si son vegetales no transgénicos. Porque la sanguchería criolla no supone papas ni empanaditas fritas obligatorias con cada sánguche. Porque la mayonesa (y por tanto el huevo) y la sal, vistos hoy como infernales, pueden perfectamente ser administrados con racionalidad. Insistimos: los sánguches no son chatarra, como sí puede ser el pollo frito o la pizza industrial.
Seguiremos atentos a este debate.