Aparte de reponer calorías y acallar las tripas, ¿qué era lo que buscábamos en la comida?
Tal como las guaguas, queríamos la certeza de sobrevivir a nuestra indefensión y de ser queridos. Por esta razón, cada comida es un intento de volver a encontrar el primer sabor que sentimos, que no es un sabor cualquiera: es amparo, alivio, una conexión animal a la vida, un afecto tan potente como la energía nuclear. La leche materna condensa todas estas ideas, y el amamantamiento se constituye en un punto de referencia para discusiones tan eternas como agudas. Aceptando en principio las enormes ventajas de la leche materna, se puede encontrar un gran disenso sobre otras cosas: ¿Está bien tomar leche en polvo? ¿Qué dice de nosotros la opción de usar mamaderas para los niños? ¿Tiene que participar alguien más que la madre en la alimentación? Estas cuestiones han definido bandos, convicciones y a veces fanatismos.
Este debate no se limita a los primeros meses; los adultos cada día nos enfrentamos a preguntas sobre la comida: si es sana, si es auténtica, si es rica, si es exótica, nutritiva, barata o con suficiente estilo. Por supuesto, las respuestas pueden ser estrictamente gastronómicas o nutricionales. O se puede conectar la preocupación adulta sobre la comida con el debate de la lactancia. Las posiciones se asemejan, pensamos.
Sabemos los sangucheros que el exceso de pan engorda. Que la mayonesa, tan querida, puede ser un atentado a las arterias cuando se exagera. Que el estilo de vida del aficionado al sanguchito, posiblemente, se asemeja al oficinista apurado de cualquier parte del mundo y que los antiguos guisos criollos nos harían mejor. Pero tenemos una postura que vale en el debate de la alimentación de los niños y de los adultos: somos poco puristas. Entendemos las razones de la higiene, la salud y la naturaleza, pero las usamos como podemos. Así como valoramos la comida endémica -el símil de la leche materna- adoramos los inventos ajenos que nos solucionan problemas alimentarios. Hacemos lo posible por comer bien, pero no podemos evitar ser heterodoxos cuando la ocasión nos indica que hoy, como tantas veces, toca comerse un sánguche.
En fin, creemos que lo que se echa de menos en la adultez no es exactamente el sabor dulce de la leche materna, sino la acogida incondicional y abundante de una buena comida. A veces, esa satisfacción se encuentra en un sánguche que no pasaría fácilmente la prueba de la pureza alimentaria.