Barrios y Sánguches (3): un país llamado Gran Avenida (por @vinocracia)

No todos los barrios gozan de una avenida que a lo ancho sume seis pistas, que soporta en ambas veredas la fantasía de un vanidoso y extravagante comercio fuera de lugar para la época: imaginen un anfiteatro de conciertos al aire libre, discotecas, un bowling y una pista de patinaje techada e impecablemente recubierta de parquet. Desfilan también clubes comunales en grandes y encopetados caserones a la europea, que resguardan imaginariamente a los descendientes de esos antiguos títulos nobiliarios capitalinos que se agregaron a la cola del barrio Republica.

Esa misma flor y nata ordenó el espacio público (no es un reclamo, lo hicieron bastante bien como ente regulador), sustentando el comercio de insumos básicos y algunos más rebuscados, y los infaltables emplazamientos de ocio comestible. En la misma arquitectura se levantan picadas a la chilena, parrilladas, restaurantes y salones de baile para elegantes parrandas de tango y bife, obviamente regados con Campari Tonic y vino embotellado. Pero eso no es todo. Hay verdaderas rarezas que conciben su propia atmosfera antojadiza, como el sombrío y discreto Drive-In en cuya fachada de piedra y desde la vereda se podía elucubrar lo que ocurría tras la oscura entrada y los luminosos neones azules sin usar tanta imaginación. Incluso, a este lugar lo llegaron a reconocer como “un antro de correteo y mastique simultáneo”. Vicios bastante pomposos para una comuna que desplegaba con orgullo sus colegios de moral católica y otros de renombre francés.

vía Brügmann Restauradores

Esto que puede parecer un enclave atemporal, semicordillerano o barrialtino, realmente constituye lo que fue hasta un poco antes de 1990, la activa vida comercial y social en torno a la Gran Avenida José Miguel Carrera, que involucra a las comunas de San Miguel y gran parte de La Cisterna.

A simple vista, esto no guarda relación alguna con lo que pueda figurarse en cuanto a barrios tildados de clásicos, de hecho, esto es la suma y mezcolanza de microbarrios que desde una amplia diversidad social se estratificaron y que disfrutaron de una transversalidad y vínculos comunitarios como pocas veces se ha visto en Santiago. Dentro de los firmes murallones de las viviendas, que fue el dispendio aristócrata del Llano Subercaseux, se hallan otras de menor orden que así y todo fueron extraídas de los frecuentes delirios arquitectónicos europeos, donde habitaron políticos, profesionales y funcionarios públicos. Por otro lado se extendían las viviendas progresivas que fueron construyendo los obreros, gracias el avance de fabricas textiles y de calzado que se extendieron desde Carlos Valdovinos hasta Lo Ovalle. Esta confluencia social, excelente planificación y entendimiento entre partes –de la cual nunca nos habló el trasnochado y ochentero grupo musical de San Miguel– es condimentada por una cantidad insólita y numerosa de fuentes de soda hábilmente decoradas replicando pretenciosamente el ambiente y efervescencia de las cafeterías y heladerías norteamericanas. Guardando las proporciones obviamente, ya que precariamente se acercaban al objetivo.

Contextualmente, quizás fue la influencia de revistas y series televisivas que dejaron estas matrices como parte de los idearios colectivos de sus locatarios. Quién sabe. Fuera de este frustrado y poco atractivo intento ondero por dar apariencia y servicio, hay peso suficiente para hablar de sánguches, e incluso validar la importancia del corredor comercial en Gran Avenida, que logró contener lo que por entonces no era una moda ni siquiera en las sangucherías clásicas del centro de Santiago.

Sin querer ahondar demasiado ante la tediosa crisis de 1982 y sus molestas repercusiones, cabe señalar lo frecuentes que fueron los desajustes en el precio de los alimentos. Eso encareció todo tipo de preparaciones, logrando cierta desatención pública que veía a cualquier local de paso comestible como un despilfarro. En los años sucesivos se puede apreciar que las clásicas sangucherías del centro de la capital comienzan a echar mano del ingenio, buscando diversificar su oferta para cambiar la indiferencia peatonal ante el modesto atractivo de los locales. De esta forma el sánguche sale del pan o simplemente se elimina, para ser puesto en un plato ancho y exhibido a modo de maqueta en las vitrinas de los mismos locales. Algunos incluso, con ingredientes adicionales de dudoso gusto y poca congruencia, como las papas fritas con puré, vienesas, huevo y cebolla frita.

Todo esto no es sólo para ahondar en la necesidad de un gancho visual o supuestamente influir en un posible comensal; es simultáneamente, un arrebato algo exacerbado ante la propia competencia y a los nuevos negocios que fructificaron, y que lograron efectivamente asfixiar a las sangucherías. Hablemos de las -a estas alturas- clásicas fritanguerías de pollo con papas.

Vía http://es.foursquare.com/leozumu

El Cocoriko y Los Pollitos Dicen de Estado, El Pollo Stop, el Pollo Caballo de Matta y Viel, los Pollos de Monserrat, el de Phillips y Bulnes (ahora Pollo Tarragona) el Catari de Ismael Valdés y tantos otros símiles, fueron parte de nuestro renovado y sincero carácter; simplemente querer más sabor y calorías por menos dinero. Y en forma rápida. Así logran extenderse en la ciudad más allá de Estación Central, Gran Avenida, Las Condes y Recoleta. Es tal su despliegue que incluso las picadas tradicionales integran parte de este menú –sobre todo las papas fritas- como acompañamiento de arrollados y perniles. Sin embargo es el estandarizado cuarto de pollo con papas fritas el que dominó el panorama alimentario de las oficinas y el paseo familiar al centro; que desde los $600 pesos de una bandeja de cuarto de pollo hasta la de medio por $1.000 pesos, batió los precios del tradicional Zurich de Plaza Baquedano, cuyos lomitos y otras preparaciones rondaban los $1.200 pesos de la época. El sánguche queda relegado por el encarecimiento de sus ingredientes, a una especie de lujo opcional y no a una solución práctica.

Gran Avenida: la antítesis céntrica.

Matadero Franklin, a diferencia de la Vega Central, abusó varias décadas de la informalidad comercial y de las nulas intervenciones sanitarias. La carne, embutidos y otros alimentos similares provenían (no en su mayoría) de carnicerías clandestinas, encontrándose incluso un gran abastecimiento de carne de caballo que se hacía pasar por vacuno. Las verduras que venían de Maipú y Pajaritos, y otras cultivadas a orillas del Mapocho hacia la costa, se mezclaban con las provenientes del sur, siendo todas ofrecidas por los mismos parceleros que viajaban a Santiago, buscando así eliminar los intermediarios y evadir cualquier fiscalización sanitaria. Sigue leyendo

Apuntes del seminario de @PebreChile en la Biblioteca Nacional

El jueves 22 de agosto estuvimos en la Biblioteca Nacional -una acertada elección que debe ser entendida políticamente- en el primer seminario que organizó Pebre. Pudimos estar en tres de las cuatro mesas y tomamos algunas notas. Apuntes que no necesariamente consisten en fijar lo que dijeron los expositores, sino en ideas que se echan a andar y que podrían cómodamente caer entre los contenidos de este blog. Por ahora una lista que estará mejor en un post que entre los papeles del escritorio, a ver si las ideas se desarrollan más luego:

  • ¿Qué quiere decir «rescatar» o «poner en valor» la cocina chilena? Para el periodismo, este término significa salir en la tele. Para los empresarios, es que la cocina chilena venda. Para las autoridades es que el tema entre en la agenda y -algún día- rente políticamente. Que los artistas te dediquen obras. Que el márketing se fascine por la estética de la comida chilena y la ponga de moda. Que la Biblioteca Nacional seleccione y resguarde lo que debe considerarse lo mejor.
  • ¿Dónde estaba la cultura alimentaria chilena antes de que llegaran los actuales rescatistas? Antes de los sponsors, las autoridades y los medios, y parecido a lo que pasa en la producción científica o en la música popular, ha vivido en la privacidad de las familias y en la independencia respecto al mundo corporativo. Sin rostros ni voceros, seguramente su tránsito ha sido por la anchura enorme del anonimato (que es donde pasamos la mayor parte del tiempo, donde seguiremos estando). No se ha necesitado emprendimiento ni pasión -términos muy queridos por el márketing- para mantener viva una corriente cultural. Por supuesto, esta independencia significa limitaciones grandes que pueden subsanarse.
  • Si no hay política en la cocina, el tema no vale mucho la pena: se aplican cómoda y naturalmente algunos debates políticos a nuestro tema. Ejemplos: ¿debe ser privado o público el patrimonio alimentario? ¿Nos contentamos con la figuración de la comida en los medios y en los eventos, o debemos aspirar a una antropología y una historia de nuestras propias costumbres? ¿Es usted un conservador o un liberal respecto a qué y cómo comer? ¿Debe Chile cerrarse más o abrirse más a la globalización alimentaria?
  • ¿Tiene que verse autóctono para ser auténtico? Hay una nube de resquemor cuidando un patrimonio, lo que es comprensible. Pero no es claro si lo que se quiere conservar -poner a salvo, restaurar, recordar- es algo que está fosilizado en la memoria o está vivo. Se nota especialmente en la tensión que hay entre cocinar y cobrar por dar de comer, como si fueran dos actividades que se mezclan muy mal.
  • «La identidad chilena está en mi casa»: decir esto es un gran avance. Sabemos mucho de nosotros mismos a fuerza de comer todos los días de la vida, pero aún así la pregunta sobre la identidad chilena suena a esas terribles pruebas sorpresa de la edad escolar. El problema no es tanto nuestra inseguridad y autodesprecio -todos sabemos que la buena cocina se impone a ese escollo-, sino que la tarea de conocer la cocina chilena supone que tendremos que ir a comer a las casas de otros chilenos. Gente que odiamos y despreciamos, que nunca ha compartido nuestra mesa. Chile es un país segregado, y así es también nuestra mesa.
  • Tener un restaurante chileno: quizás lo mejor del seminario fue escuchar a dueños de lugares apartados de Santiago y aprender de su modo de vida y  trabajo. Negocios que prescinden de ambiciones o deberes, pero que están animados por deseos arraigados y legados valiosos. Que tienen una tecnología propia y sofisticada. Que valoran a los clientes, pero que no les dan la razón así nomás. Que quieren alimentar a los hijos con un sabor que -da la impresión al menos- siempre estuvo ahí y que no requiere rescate alguno. O quizás sí: rescatarse uno mismo su propio gusto, ofrecer lo que nosotros encontramos rico en lugar de fingir.
  • El mundo de palabras alrededor de la comida chilena: pudorosos de su opulencia o avergonzados de su pobreza, los relatos literarios insisten en no decir qué comemos los chilenos. Escribir sobre comida es, entonces, cambiar hasta cierto punto la contención por el derroche. Hablar de un sentimiento conocido por todos, pero poco conversado, respecto al hambre y la satisfacción de vencerla. Evitar la tendencia tan fuerte a aparentar que somos otros (afrancesados, aperuanados, agringados) y en cambio conectar el vocabulario con las cosas, hábitos o lugares que podamos reconocer. De ese experimento salen, lo sabemos, muchas palabras: altas y bajas, bonitas y feas.

Algunas imágenes del seminario pueden verse acá.

Comida de ricos, comida de pobres

Nada en el mundo es tan verdadero en Chile como la aparición de algo chileno en un medio extranjero. Parece intrincado de escribir, pero es un simple reflejo -involuntario, inexorable, instantáneo- que la educación chilena ha instalado en todos quienes crecimos aquí. Nuestros futbolistas sólo son buenos si así lo establece un diario argentino, español, italiano o inglés. Nuestras ciudades son interesantes o bonitas siempre y cuando un ránking anglófono lo señale. Nuestros problemas más antiguos son noticia si un informe de la OCDE, cubierto a su vez por un medio de alcance mundial, lo dice. Es un defecto nacional cuando lo miramos como un síntoma de alienación. Quizás sea algo mejor en la medida que refleja algo de escepticismo.

El caso de Felicitas Villanueva, cubierto por un diario de nombre New York Post, es la noticia de esta hora. La replican medios de mejor pelaje y tono menos amarillo. La noticia se hace más importante. Lo cubren medios más cercanos, se tuitea y retuitea. Seguramente aparecerán columnas para aislar las sucesivas capas de vergüenza: tener nana en un país como EEUU; agredirla y no pagarle; una acusación de esclavitud (en Chile suena inverosímil, pero en EEUU no tanto). Todo eso supone una miniatura del clasismo que tiene Chile en su columna vertebral. Pero detengámonos en lo siguiente:

La agresividad de los niños crecía cuando tenían apetito, y es que la madre, según Villanueva, compraba alimentos sólo en pequeñas cantidades. “El desayuno era por lo general un pequeño vaso de leche y un trozo de pan”, acusa.

Sin embargo, indicó Felicitas, la pareja, que pertenece a prominentes familias chilenas, gastaba gran cantidad de dinero en ropa, cenas y artículos personales (fuente: BioBio.cl).

Este caso permite trazar una línea -prácticamente recta- entre el dinero dedicado al lujo, la escasez de la despensa, el hambre (aunque una específica, distinta a la que conoce la mayoría: hambre de gente elegante), la violencia y el abuso. Eso dice mucho de la prioridad que tiene la alimentación para estos representantes de la alta sociedad chilena. Y si su caso es prototípico -como creemos- quizás apoye lo que hemos dicho antes en este blog sobre la comida de pobres y la contextura que resulta de esa forma de comer.

Esta familia come mal

¿Por qué el pituco chileno no come, o come tan poco y tan desabrido? Porque comer está en el límite de la biología y la crianza, donde viven las pulsiones. Porque ese acto de renuncia lo diferencia de otros, a quienes la represión psíquica les quedó mal instalada por la pobreza, y por eso comen sin modales, a risotadas, en grandes cantidades, con mucho aliño, con demasiada alegría, espontaneidad y angustia. Lo correcto, desde el punto de vista de los patrones de Felicitas, es comer poco, soso, ojalá no comer y no engordar que es como lo mismo, incluso a riesgo de transformarse en un energúmeno. La gratificación se experimenta en otro lugar (que no ha sido descubierto todavía).

No falta la buena cocinera chilena que estudió en Inglaterra, o la cocinera y vendedora de buenos sartenes en Alonso de Córdova que pueden hacer tambalear esta afirmación: señoras justificadamente cuicas que sí demuestran aprecio por la comida. No obstante, la vida de alto estándar que el matrimonio Hurley Custer quiere para sí y la elegancia que adjetiva todo lo anterior descansa en una renuncia primaria: privarse de la satisfacción más elemental y democrática que cualquier sujeto exige.

Por lo mismo, el deseo de una gastronomía chilena que pueda algún día salir en la prensa internacional nos exige evitar siempre, conscientemente y sin vacilación, la idea de que la gente elegante en Chile come bien.

La comida que comíamos cuando éramos pobres

La semana pasada vinieron varias estrellas de esa parte del jet set relacionado con la cocina -una parte nueva, pero interesante para muchos- a un festival que se llama Ñam. Por twitter, que nos fue contando de las charlas, marqué esta idea de Ignacio Medina porque me pareció cierta:

¿Por qué es cierta? Porque hablar de una cultura sobre el comer no tiene ninguna importancia si no se hace con historia. La comida sin memoria tiene la misma importancia, o menos, que el sabor del mes en Baskin Robbins. Es descartable, una siutiquería, una tintura de pelo mal hecha, una pilcha comprada a sobreprecio que tarde o temprano nos va a dar vergüenza.

Viene al caso esta reflexión cuando, en el marco del Día de la Comida Chilena, se lanzan iniciativas como esta, que vincula comida chilena con pobreza. Nuestra discrepancia es el enfoque de creer que cocinar con 2 lucas es algo en lo que los pobres pueden ser adiestrados por profesionales, porque seguramente es al revés. Con certeza es al revés. ¿No hay nada que un chef le pueda enseñar a una mujer que salva el día con 2 lucas? Seguramente, pero qué fue primero: el hambre o la gastronomía. Dialoguemos con eso claro, no nos contemos cuentos.

Por otra parte, hoy un grupo de investigadores, periodistas, cocineros y empresarios comienza con Pebre. En La Vega. Al borde del abajismo y de la amenaza del irónico movimiento guachaca, es cierto, pero ¿si no es La Vega, dónde hay cultura alimentaria popular en Santiago? Les deseamos suerte.

Foto de Anabella Grunfeld (@cocinartechile)

La idea de «comida chilena»

El Wikén es, posiblemente, el medio escrito más conocido en que se difunde información sobre gastronomía en Chile. Esa información reúne desde reseñas hasta calificaciones de restoranes, de fotos a teorías sobre los sabores, opiniones editoriales y avisos comerciales. Una nota sobre comida en el Wikén es un mensaje interesante para pensar en las ideas públicas sobre la cultura gastronómica de nuestro país.

Gastronomía chilena según Chile.Travel

Hoy encontramos una nota titulada «El «talibán» de la cocina chilena» en que nos llaman la atención algunas frases, algunas del entrevistador y otras del entrevistado, y nos llevan a coincidir en algunas cosas mientras otras realmente las vemos muy distinto. Veamos:

Todos piensan que cuando se habla de cocina chilena se habla de una cocina de cuarta categoría. Somos admiradores de lo que viene de afuera. Tenemos cocina para mostrar y demostrar pero no lo hacemos porque buscamos cosas francesas, tailandesas y ahora, la cocina peruana. Entonces las preparaciones propias se devalúan porque se van peruanizando o internacionalizando según lo que sigue la moda.

Parece indesmentible que los chilenos estamos ávidos de aprobación externa -claro que si es en inglés nos interesa mucho más que si es en castellano, y en este último idioma nos seduce el acento de algunos países más que otros- y que buscamos parecernos a lo que (entendemos) que es el buen gusto. Pero a diferencia de Patricio Cáceres, creemos muy posible que en la intimidad de sus casas, muchas personas en Chile coman carbonada y que cuando invitan a comer a alguien lo traten de impresionar con una receta thai que -la verdad- es primera vez que cocinan pero que a Jamie Oliver le quedó mortal. Es decir, que no somos tan cosmopolitas ni tan afrancesados. No tenemos ninguna manía thai o mediterránea que nos impida comer cazuela. Es más probable que seamos un poquito impostados para caerle bien a gente que no conocemos, pero nada más.

El proyecto (del restorán Motemei) se originó porque según él, en Santa Cruz -ciudad considerada como el corazón de la Chilenidad- no había un restaurante exclusivo de comida chilena que ofreciera platos típicos de la zona y sólo había tres locales: uno de comida peruana, otro de cocina italiana y el último, de vocación española.

Damos fe. Había (¿hay?) un restorán peruano frente a un italiano, pero es difícil encontrar una oferta de mantel largo que se pueda llamar local. De ahí la pertinencia de la idea de cultivar un recetario que queda pospuesto. Pero, ¿es Colchagua el corazón de la chilenidad, como dice el entrevistador? No. En todo caso, lo es de una bien específica que podemos llamar rural, premoderna, central o huasa. Nuestra idea de la «comida chilena» es más bien «lo que se come en Chile», con los enormes matices que eso supone. Abierto a las importaciones, interesado en unas tradiciones que por supuesto no están congeladas en un bloque de hielo ni protegidas en un museo. Urbana o casera. Regional y transversal.

Si no tienes los ingredientes búscate otra receta. Ahora, si quieres hacer una preparación nueva y tienes otros elementos, entonces bautiza el plato con otro nombre.

Las recetas canónicas de la cocina chilena son menos unívocas de lo que parecen. Un buen ejemplo es la variante en que se prepara la pastelera de choclo en un lugar tan caro a la chilenidad como es la región del Maule, colando el hollejo para obtener una consistencia mucho más parecida a una salsa que a una polenta. ¿Cuál receta es la correcta? Por supuesto, los recetarios son más interesantes cuando hay más variantes. Es cosa de pensar en los tacos y moles mexicanos, variopintos, muy semejantes y sin embargo capaces de mutar siguiendo una ruta impuesta por la necesidad y no menos por el buen gusto (de los mexicanos). No sólo los cocineros profesionales tienen un rol en la renovación permanente de la comida chilena.

En fin. Se trata de debatir, más que de canonizar. Nos interesa más la posibilidad de una comida democrática que de una cocina-religión con pecados, mandamientos y herejes.

Barrios y Sánguches (2): Quinta Normal, autoconstrucción e identidad (por @vinocracia)

Tal como en el post sobre Franklin, Alvaro Tello se fue a terreno a aprender sobre sánguches criados en el sector comprendido entre Sergio Valdovinos, San Pablo, Matucana, Andes y Radal. La información proviene de habitantes del barrio Quinta Normal por tres generaciones, junto a quienes se rememoró «su rutina pasada, retazos de experiencia e interacciones sociales«. Es muy importante el efecto de «las auto construcciones de barrios en Carrascal, Martínez de Rozas y de las calles Porto Seguro y Nueva Imperial«, como si la práctica de hacerse una casa y un barrio predispusiera a inventarse todo lo demás, incluyendo la comida. Con esta indagación al autor no busca re-escribir la historia sino plantear «un complemento que se construye desde el mundo de las relaciones y la materialidad hacia la mesa, en específico, en la formación de un imaginario en la identidad del  sánguche capitalino«.

Ramón Barros Luco crea en 1915 la subdelegación de Quinta Normal, dependiente de la comuna de Yungay, con el objetivo de ser un apéndice a la creciente densidad demográfica en los suelos adyacentes al casco histórico. En ese entonces las calles posteriores a la Avenida del Río, hoy conocida como Avenida Matucana, y a la Quinta Normal de Agricultura, comienzan a ser empedradas con bolones de piedra y tierra en las zonas de vivienda de construcción progresiva, y por otro lado adoquines en las salidas e importantes avenidas.

Pasaje Colo Colo
Pasajes en Quinta Normal

El vestigio regulador más sustancioso es la concepción inicial de la comuna, que se planificó de forma tal que sus habitantes pudiesen administrar su propio desarrollo. Se manifiesta la intención de entregar sitios para viviendas progresivas con un baño, cocina-lavadero y una habitación. Todas estas edificaciones evidencian que los barrios obreros ejercitaban la autogestión, constituyendo y edificando casas pareadas en pasajes, e instalandose un sinnúmero de locales comerciales  en esquinas ochavadas. Debido a la carencia de un mercado en sus cercanías y a la escasa locomoción para salidas céntricas, el punto neurálgico, comercial y colectivo se proyecta hacia  el cruce de San Pablo con Matucana.

Desde 1930 y tras la instalación de industrias en la zona comprendida entre Martínez de Rozas, J.J. Pérez y Carrascal, comienza la proliferación de almacenes, panaderías y bebederos (ahora botillerías) tanto en forma clandestina como legal. El único referente panadero de magnitud y que estimula la salida de la cotidianeidad en la cocina se da en la panadería y salón de té San Camilo, instalada en 1884. También destacan los sánguches y pasteles de la desaparecida Carillón, ubicada en San Pablo casi esquina García Reyes.

Curiosamente los residentes desconocen o ignoran la influencia que pudieron ejercer los puestos establecidos a la salida del Camino Real o antiguo camino Valparaíso, conocida hoy como avenida San Pablo. Como lugar de antiguo comercio carretero, esta zona -que hoy es Pudahuel- conserva hasta nuestros días el tranque de reposo, una antigua residencia y, quizás, el más antiguo y hasta entonces periférico restaurante de Santiago: La Carreta.

Volviendo al barrio y en un análisis que comprende un kilómetro a la redonda en el cruce entre Vicuña Rozas y Radal, es posible encontrar panaderías, varios almacenes, bazares, botillerías, faenadoras de animales para la venta de interiores, carnicerías y picadas como la Capilla Los Troncos. Esta abundancia y hábitat comercial, proporciona al barrio una microeconomía que se complementa con la gestión vecinal para la entrada de las ferias libres, que proporcionan un rápido y económico reabastecimiento, y logran una especial satisfacción al proporcionar la experiencia de una compra agradable  con una utilización de términos propios  entre “caseros”.  En el sector proliferaron de tal modo que hasta el día de hoy existen las tres ferias históricas para el sector: la de José Besa para el martes, los viernes en Eduardo Charme, y calle Edison para los sábados, ensanchando el cuadrante del barrio mas allá de San Pablo, J.J. Pérez y Matucana.

Familia Gutiérrez
Familia Gutiérrez

A esta riqueza e influencia de almacenería, panaderías locales, ferias libres y abundancia de vino, se suma la pujanza de las fabricas de cecinas como la de J.J. Pérez (todos desconocen su nombre) y la clásica La Chilenita, instalada en 1929 en calle Nueva Imperial. Locales como Los Siete Faroles, Unión Fraternal, más la mencionada Capilla Los Troncos, representa en el imaginario y códigos del sector una idea de “lujo de fin de mes”,  cuando existen gratificaciones extras y no existe la sensación de estar sobreordenado económicamente. Sigue leyendo

Barrios y Sánguches (1): Franklin, el Matadero y la cocinería de emergencia (por @vinocracia)

¿Quién inventó los sánguches que comemos? Esta pregunta desata mitos, leyendas y ocasionalmente, alguna novela de orígenes nobles, presidentes y antepasados dedicados a jugar a las cartas comiendo pan. Esto motivó a Alvaro Tello a preparar algunos artículos basados en «levantamientos de información y estudio directo. No son reinterpretaciones del autor ni de los  entrevistados,  son mas bien  análisis, observaciones y levantamientos del  contexto en su dimensión material real, emocional y cultural en torno al hábitat«. Con esto queremos aportar información que nos prevenga de lo que Alvaro llama la  «fantasía culinaria«, típicamente reflejada en recetarios y estudios que son más bien opiniones, versiones particulares que se dan por ciertas.

Este es el primero de los textos sobre Barrios y Sánguches, y se basan en la informacion recogida de «cuatro individuos por locación, con una edad que se aproxima a los 60 y 80 años«. Tal como dice el autor, la idea es aportar una mirada basada en información de terreno respecto al sánguche como «el resultado de diferentes sucesos, transculturizaciones y contextos geográficos, individuales y colectivos de barrio, que brindan una identidad única, que quizás no se asemeja a la de otro país«.

Barrió Matadero Franklin: el inicio de la cocinería de emergencia y su influencia en el sánguche capitalino.

En el año 1847, en lo que fue el Fundo San José, Antonio Jacobo Vial inicia la venta de sus  terrenos para iniciar un centro para faenamiento y manejo de carnes en Santiago.

Esta subdelegación alejada por ese entonces del centro y casco histórico de la ciudad, se presenta como la primera  frontera urbana con límites naturales tales como el canal de La Aguada y, otros de orden social, como la insalubridad, delincuencia y enfermedades generadas por tales trabajos. Esto diferencia a Franklin de La Chimba y el sector Santa Isabel que gozaban de cierta aceptación por proveer a la ciudad de placeres varios.

Pero no fue hasta el período entre el año 1929 y 1935 cuando el sector se vuelve un tope periférico con carácter y códigos propios, expresado físicamente por la vía férrea desde Estación Central hacia el sector San Eugenio y el canal de La Aguada.

A partir de esta línea se establece una periferia donde se instalan poblaciones, conjuntos residenciales, fábricas,  curtiembres de cuero, textiles, almacenes, imprentas, bodegas y centros de acopio.

Se agrega como dato que la clase acomodada santiaguina se congela y no traspasa más allá del ex Campo de Marte, hoy Parque O`Higgins, cuyo  límite final está en el Llano Subercaseux, al costado de la antigua salida  de Santiago hacia al sur, hoy conocida como Gran Avenida José Miguel Carrera. El comercio y abastecimiento en la extensión del antiguo y elitista barrio Republica, estaba dado por un cómodo sistema de acarreo y encomiendas provenientes de las chacras de lo que es hoy  Ñuñoa, Providencia y La Florida, por ende, no presenta un sistema micro económico destacable ni una influencia para el sector.

Los productos que se consideran comestibles son un sinnúmero de figuras, prevaleciendo algunas hasta el día de hoy.

Comercio de esquina: hogar del sánguche en Franklin
Comercio de esquina: hogar del sánguche en Franklin

Uno de los pilares en la fundación de la sanguchería local viene de la incipiente almacenería y panadería, posteriores a 1930, que logran transformarse y dar origen a micro economías de barrio, lo que se replica en las comunas dormitorio-industriales de San Miguel, la actual San Joaquín, Quinta Normal, Renca y Santiago. Es posible presenciar esta descentralización comercial en su arquitectura: cada dos a tres cuadras se presentan esquinas ochavadas (ver foto) para pequeños comercios con sus respectivas cortinas metálicas que se presentan en auto edificaciones de ladrillo improvisadas, sin ánimo regulador alguno.

Una singularidad en estos barrios son las panaderías de una planta extendida, pasando a ser de dos pisos de altura en los años sucesivos, donde el panadero habitaba la planta superior. La utilización de pan a granel satisface rápidamente las necesidades básicas de los vecinos y  pobladores.

Junto con el auge de la auto edificación y micro economías, la crisis de 1929 es un factor destacable en la vida del barrio, donde los residentes salen a vender sus productos u otros enseres a la calle, generando comercio público y estableciéndose las bases de lo que hoy conocemos como “mercado persa”. Ante esta crisis la cocinería experimenta su primera salida de la intimidad hogareña hacia el colectivo ambulante.

La variante más extrema y asociativa ante la crisis es la llamada cocina de emergencia, que conocemos como “Olla Común”. En calle Placer y en las cercanías de lo que es hoy Pintor Cicarelli, Santa Rosa y San Francisco, se inicia con el apoyo de pobladores y trabajadores, la recolección de menudencias, interiores y sobras de vacunos y otros animales provenientes del matadero Franklin. Puestos a disposición debido a su bajo coste o su mero y redundante carácter residual; satisfacen rápidamente las necesidades calóricas de los habitantes del sector. Es así como se constituyen las primeras mezclas de pan, verduras y restos animales en los caldos de la olla común.

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El futuro está a la espalda

En este link puede leer una nota que el diario El País le hizo a Juan Pablo Mellado, quien lanzó su edición del libro Epopeya de las Comidas y Bebidas de Chile en España:

El lenguaje culinario popular tiene para este chef su máxima expresión en los sándwiches, cuyo relleno y aliño se torna genial en las manos de las mujeres que han hecho de esta tarea una especialidad.

La nota tiene una idea sobre vanguardias y tradiciones que nos hizo pensar en una manera de describir el tiempo propia del pueblo aymara: el pasado es lo único que podemos ver con claridad, de manera que por fuerza está al frente del hablante. El futuro, por lo mismo, está escondido detrás nuestro.

Preguntas de respuesta cerrada

Como en los plebiscitos, ciertas preguntas admiten apenas el acuerdo o el desacuerdo. Por ejemplo: ¿Existe una identidad gastronómica chilena?, se preguntaba el diario de Agustín con motivo de las fiestas patrias.

Claro que existe. Sería harto ocioso dedicarle letras a algo fantasmal. Decir que no hay nada parecido a una identidad requeriría presentar argumentos muy enrevesados. La pregunta convoca, en todo caso, varias opiniones interesantes que discurren sobre los muchos matices que tal tema presenta (vale mucho la pena leerlo directamente).

Un matiz en particular nos convence: la larga vergüenza de nuestro mestizaje y nuestra cultura popular es el principal escollo que tenemos que superar.