Escribir la historia de una cultura popular

En el siguiente texto, Santiago Aránguiz comenta el libro «Historia social de la música popular chilena, 1890-1950» en la Revista Musical Chilena.

Pop

Su lectura es una influencia para la tarea de escribir sobre un aspecto de la cultura popular:

Chile, apuntan los investigadores, se ha considerado a sí mismo como un país pobre, aislado y excluido, lo que ha condicionado el carácter y comportamiento de sus habitantes, como también sus formas de consumo y práctica musical. La música popular que se practica en Chile, agregan, se define por la producción, circulación y consumo musical de una sociedad y no por el origen del repertorio cultivado. Vale decir, por el contenido y las formas de apropiación, más que por el cultivo musical o artístico propio, autóctono, asimilable a la «identidad» nacional, aunque muchas veces esto no ocurra. En ese sentido, cabe destacar una de las ideas que los propios autores recogen de un músico chileno, en el sentido de que la música, según el compositor Gustavo Becerra, es quien la usa, y agrega a continuación de que la música popular chilena corresponde a aquella música relacionada, absorbida y practicada por el ciudadano que habita en el país.

En vez de buscar la identidad en la pureza de origen, rinde más buscar en los hábitos difundidos, presentes, vigentes. En ese sentido, lo propio es algo que no siempre pide ser descubierto ni desenterrado, como un tesoro viejo o una raíz vegetal. Se trataría de admitir y reconocer lo que nos gusta y que compartimos.

Por lo general, la Academia ha mirado con recelo, sospecha e indiferencia a la música popular, entre otras razones, por su carácter masivo, híbrido, pues cultiva un repertorio musical simple y efímero, carente de prestigio, «ordinario», impuro, sin valor, indigno para presentarse en escenarios sociales cultos o intelectuales, como el Teatro Municipal de Santiago, por ejemplo. Dicha institución, que se percibía a sí misma como protectora de la «pureza musical chilena», despotricará, nada más ni nada menos, contra el tango, el bolero y la canción que, por excelencia, son géneros musicales de enorme arrastre popular, pero no por ello insignificantes en cuanto a la calidad musical, compositiva e interpretativa. Despectivamente, a esta música se le llamó, en distintas oportunidades, música «de consumo», «comercial» o de «masas», negando, por consiguiente, cualquier aporte estético o artístico que pudiera tener.

No hay tal cosa como «alta cocina chilena», como tampoco hay ópera o ballet chileno. No hay alcurnia, simplemente. No hay nada europeo para lucir. Pese a esto, hoy podemos probar el estándar culinario de mantel largo, tanto como podemos visitar el Municipal: sirve para conocer y aprender. Pero no nos engañemos: la identidad no está en disfrazarse. Así como el bolero tiene en Chile una repercusión larga y fértil, la comida de masas y de las ciudades es un lugar donde buscar qué tiene para ofrecer esta cultura a la curiosidad alimentaria del mundo.

La música popular, señalan los autores, presenta algunas características que indefectiblemente debe poseer para denominarse como tal, como la de circunscribirse a la ajetreada vorágine urbana, vincularse a los medios de comunicación y a la sociedad de masas. Corresponde a un tipo de música mediatizada, masiva y moderna, la cual se ha nutrido de la aparición de la industria cultural, los avances tecnológicos, la publicidad, el surgimiento, validación y divulgación del disco, la radio y el cine. No es posible, por lo tanto, comprender la música popular sin la presencia de estos factores, puesto que son ellos quienes orientan, norman y definen qué se entiende por música popular.

El corolario de esta idea aplicada a nuestro tema es simple: el recetario sanguchero es amigo de la masividad, el consumo, el gusto popular, sujeto a modas y márketing. Lo mismo que la música pop. No hay que pedir exclusividad, circulación limitada y códigos minoritarios.

Tal cual la música popular puede generar un conocimiento, o el cine -ese espectáculo circense- puede alimentar la reflexión sincera sobre la vida cotidiana, la existencia de un libro como éste nos alienta a sostener que la comida de todos los días merece que, detrás del intento de atraer clientes y venderles pan, se escriba su historia.

Anuncio publicitario

La cocina en un país clasista

En este blog estamos siempre oscilando entre sentimientos de orgullo por la cultura popular que hay en el sánguche y la precaución de no ponernos chovinistas, nacionalistas, demasiado serios o sensibles a la posibilidad de que nuestros gustos no sean compartidos. Debe ser porque lo más habitual en materia de gustos es que no haya mucho en común, de modo que lo habitual es pasar mucho tiempo defendiéndose en vez de celebrar, sobre todo en Chile.

¿Por qué sería difícil encontrar algo que los chilenos tengamos en común en materia de comidas? Veamos algunas posibles respuestas:

  • Decir «cocina chilena» supone encontrar algo compartido a lo largo de la historia. Tradiciones que consisten en aprendizajes que los padres enseñan a los hijos, que estos mantienen vivos, que reproducen y enseñan luego. Nuestro país nunca ha tenido genuinas tradiciones, en la medida que estamos corroídos por una duda terrible: ¿seremos mínimamente aceptables? La facilidad con que incorporamos novedades es sospechosa y elocuente. No obstante, en los recuerdos de la infancia hay puntos en común. Borrosos y todo, existen.
  • También puede tratarse de un factor común que atraviesa regiones geográficas y culturales. La diversidad del territorio chileno es exaltada porque ofrece particularidades, naturalmente, pero ¿hay algo que las conecte? ¿Conocemos de verdad los santiaguinos las costumbres alimentarias de Atacama o Aysén? ¿Tendrán idea en la pampa nortina de lo que Chiloé ofrece, lo que está amenazado y lo que vale la pena cuidar? El centralismo chileno es una expresión muy clara del terror a la desintegración territorial, que sería lo más natural por otra parte. No obstante, por distintas razones, hay hebras que comunican zonas distantes, migraciones internas que acumulan relaciones de larga data. Hay un pan chileno reconocible, al menos, que puebla una parte importante del territorio y actúa como un hilo conductor.
  • Pero en Chile ni el tiempo ni el territorio son barreras tan insalvables como las clases sociales. Esa grieta tiene el poder de aparecerse en la cultura alimentaria del país donde menos se la espera. Podremos habitar incluso la misma ciudad, pero nos mantendremos comiendo cada cual lo que debe comer. Las élites permanecen celosas de su gusto, asquientas a lo ajeno. Las masas, desconfiadas de lo nuevo y quizás avergonzadas de los olores que salen de sus cocinas. Esta es, pensamos, la principal dificultad para encontrar algo que merezca el título de «cocina chilena», y es contra esa resistencia que pelean muchos.

En fin: en nuestro país no hay cómo darle de comer a una señora elegante de Vitacura un plato que en una fiesta familiar de provincia sería el resumen de todas las virtudes (enjundia, abundancia, contundencia). Y si la señora tuviera una receta chilena novedosa y de genuino interés gastronómico, es casi imposible pensar que esa preparación vaya a cruzar hasta el otro lado de la ciudad; los precios, los gustos y hasta el lenguaje lo impedirían.

Si estas afirmaciones fueran ciertas, sería posible observar en la clase media -aquellos que han mudado de barrio, ingresos y lenguaje en el tiempo de una o dos generaciones- los efectos de provenir de una dieta y entrar en la otra. La familiaridad (a veces secreta) con el chancho y, simultáneamente, el interés desbocado por los restoranes de moda, tan rendidores a la hora de ser vistos. La dificultad de anudar bien la carga de lo que se ha aprendido en la infancia mientras se visitan parajes nuevos, sofisticados. El esnobismo chileno con el vino y la comida es, pensamos, una evidencia a favor de estas afirmaciones.

Una propuesta de escape a esta fractura clasista en la cocina es la de rescatar la comida chilena en medio de la globalización. Pero, al margen de los ejemplos, ¿qué se «rescata» en general? Recetas antiguas, perdidas, casi extintas a no ser por los apuntes que dejó la abuela y a los que nadie había mirado con atención. O quizás rescatar es una forma de decir que el charquicán o el chacarero nunca nos dejaron de gustar y que ya es hora de admitirlo públicamente. ¿Quién rescata? El rescate tiene que contar con la venia de alguna señora pituca, algún juez extranjero, un árbitro investido de autoridad académica, estética y social. El rescate en cuestión corre el serio riesgo de ser en realidad una moda, por un rato. Como la cumbia paltona: si lo hacemos porque está de moda, no corremos el riesgo que alguien piense que realmente nos gusta.

Puede llamarse paternalismo, exotismo, emporialismo, comercialización, privatización. Nuestro punto de vista es que va a haber cocina chilena cuando conozcamos lugares que no vemos, cuando probemos recetas que no nos corresponden por cuna y nos gusten. El tiempo irá haciendo la síntesis.

Leer: El sanguche, de Juana Muzard y Pilar Hurtado

Este post no es ni un resumen del libro ni un comentario sobre su contenido. Más bien, el libro nos da la opción de pensar en la relación entre la sanguchería chilena y el mundo de los negocios.

Versión XL incluye investigación de A. Hales

La Feria del Sánguche fue, según dicen  sus creadoras, una consecuencia de la publicación del libro El Sánguche. En otras palabras, la tarea de recopilar recetas locales, investigar la historia de esta creación alimentaria y editar todo lo anterior en un libro ilustrado de gran formato, generó en las autoras la convicción de haber encontrado otra cosa: un espacio para desarrollar una industria gastronómica específica del sánguche. Antes de seguir a otras consideraciones, será bueno decir que estamos de acuerdo en lo atinado del propósito y que esperamos que prospere en el tiempo.

Dentro de la industria gastronómica chilena, el sánguche ocupa hoy un lugar menor: cuando no se trata de cadenas de comida chatarra (Doggi’s y sus precios sospechosos, Fritz y su grosera oferta del sánguche de medio kilo, así como otros por el estilo), tenemos un sinnúmero de intentos de futuro incierto, y luego un conjunto de locales que difícilmente se puedan considerar propiamente industriales. Es cierto que en la artesanía sanguchera hay un tesoro invaluable, pero no nos engañemos con ideas románticas. Las pequeñas fuentes de soda, los kioskitos, los carros y hasta los lugares insignes tienen que pensar en el crecimiento, ya sea para defenderse del gigantismo de la industria chatarrienta, como para pensar en dignificar el oficio (higiene, servicio, calidad en general).

Y acá entra (lo que entendemos que es) la propuesta de la Feria del Sánguche: mostrar al público y a los empresarios sangucheros que se puede ir más allá de la sobrevivencia y la dignificación, llegando a democratizar la gastronomía local por la vía de ponerla en el pan, y por qué no a exportar lo que sabemos hacer bien. Eso sería realmente poner al sánguche en un lugar destacado ya no sólo de la alimentación (que lo tiene ganado por historia y mérito), sino de la gastronomía.

En efecto, exportar tomates, huevos y paltas es un importante negocio. Pero exportar un recetario en que el tomate,  la palta y el huevo se procesan de una cierta manera y crean un sabor que los chilenos conocemos como italiano es un negocio mucho mejor. Es semejante a la diferencia producir y exportar uva de mesa, o bien cultivar variedades vitícolas específicas y vinificarlas con destreza. Ese diferencial se llama valor agregado y requiere aplicar un conocimiento que viene de diversas fuentes: por lo pronto las academias de cocina y el saber popular. Acá entra el libro de Muzard y Hurtado.

Versión talla S

En su versión original, El Sánguche se lanzó como un libro de unos $25.000, posiblemente orientado a compartir destino con este tipo de publicaciones. Pero hoy tenemos en las manos una versión más barata ($5000), destinada a estar con las otras recetas en la cocina, literalmente de bolsillo. Este cambio tiene consecuencias interesantes.

  • Una consecuencia directa es que a un precio más barato, la sistematización de recetas hecha por las autoras queda más cerca del público, que es el verdadero propietario de la cultura sanguchera, y así el libro cumple mejor su propósito de difusión.
  • Otra es que incluye al libro dentro de la Feria, que es un lugar donde concretamente se reúne una cantidad apreciable de interesados -más de 20 mil- agregando contenido y un discurso cultural a la comida y la bebida. Al estar disponible la oferta sanguchera en todos lados, nos hace preguntarnos si realizar una Feria agrega algo al mero comercio: la respuesta es .
  • Una última consecuencia que celebramos es que la Feria no quiso coquetearle solamente a las élites que, tan a menudo, se apropian de manifestaciones de la cultura popular, las rentabilizan, luego las codifican y las alejan del público. Nos podrán retrucar que el Parque Araucano no es precisamente un enclave popular; por cierto, ese es un gesto deliberado y que debe tener sus razones. Pero ojo: también entre los lugares invitados hubo varios que son depositarios del conocimiento sanguchero más profundo y genuino, los precios -para los tiempos que corren- no fueron ninguna exageración y si alguien podría sentirse fuera de lugar no será la clientela sanguchera habitual, sino una mujer bronceada y atenta a su dieta que preguntaba a un maestro «oiga, ¿hay de estos mismos sándwichs pero en masa de wrap, porfa?» (cuña que escuchamos en directo).

Tal como ocurre con los vinos, es bueno tener libros que quieren darle espesor a un mercado, en este caso el del sánguche. Pero es mejor aún si esa actividad económica tiene raíces en una cultura en que el principio de la cooperación es más respetado que el afán de lucro. Tal como lo han aprendido nuestros vecinos, los buenos negocios no intentan privatizar la cultura de la que se nutren. Bien por los libros sangucheros a buenos precios. Y bien, muy bien, por la circulación no comercial del conocimiento.

Ha nacido el Barros Bielsa

Lo inventamos mentalmente en este post. No lo preparamos. Luego, volvimos a pensar en la necesidad del homenaje, en este otro post. Tampoco lo hicimos en esa ocasión. Pero hace poco tuvimos una primera sanguchada casera y pensamos: hay que hacer el Barros Bielsa ahora mismo. Aquí está la historia de su concreción.

Receta argentina con un toque japo

Se trata de un sánguche que combina lo argentino (representado por la milanesa, que descubrimos en este post) con nuestra fórmula Luco. Lo primero es hacer la milanga. Compramos 1 kg de ganso (el corte vacuno, no el ave), cortamos bistecs más gruesos que una escalopa y los ablandamos entre dos plásticos. Hicimos un proceso recomendado por Narda Lepes (si lo quiere ver en 140 caracteres, haga clic) para obtener una milanesa bien empanizada, nada de seca y lo más tierna posible (el ganso no es filete, claramente).

Luego, pasamos un par de lonjitas de queso mantecoso (comprado acá) por la plancha y dispusimos las cosas dentro de un pan chabata calentito en el siguiente orden: la milanesa cortada en dos cuadrados, evitando así que a la primera mascada saliera volando todo y se desarmara el Barros Bielsa, el quesito fundido encima, asomándose coquetamente hacia fuera. Vea:

Pan + Milanesa + Queso mantecoso=Barros Bielsa

Los ingredientes son cálidos y grasos, lo que hace de este un sánguche muy contundente. Por esa razón se pusieron a la mesa agregados vegetales: pimientos del piquillo, lechuga, tomate. Nada de mayonesa. Para untar, algo de ají y mostaza, pero fuerte. Aparte de pan chabata, también ofrecimos pan rosita, que es un pan frica más chico pero mucho más consistente: no pueden poner tanta comida dentro de un pan que se desmigaje fácil.

Acompañamos con cervezas, borgoña con frutilla y un carmenere bien pinteado que pusieron nuestros invitados El C. y La P. Mencionaremos también que no sólo hubo milanesas con queso: el aperitivo (un brie calentito con miel, del mismo recetario de Narda Lepes) lo llevó nuestra amiga eterna, La C. Como alternativa vegetariana, hicimos unos pocos falafel (da para otro post). El postre: un flan cremoso y dulce, obra de La M.

En fin: el Barros Bielsa protagonizó la noche y nos convence: funciona muchísimo mejor que la combinación salmón-philadelphia-rúcula. Seguiremos perfeccionando y difundiendo la receta.

Barros Bielsa versión 1.0

Ficha
27/11/2010
Con C.,  P., C. y M.

Layon, una sanguchería hecha y derecha

Después de comer en la Sanguchería Layon nos fuimos entusiasmados cavilando: ¿En qué dirección puede crecer la sanguchería chilena?

La respuesta es que hay varias posibilidades. Ayer decíamos que una opción es instalarse en el food court de un mall, enfrentándose a macdónales y burguerkines con el ejemplo del Dominó. Otra opción es el mestizaje con otras sangucherías (hambuguesas gringas, tortas mexicanas, kebabs mediterráneos, sánguches peruanos y tantas otras cosas), para lo cual se necesita mirar nuestra sanguchería con ojos nuevos. Una tercera opción, siempre plausible, es tomar como fundamento el recetario clásico y seguirlo respetuosamente, dialogando con los ingredientes y apostando por la calidad en todos los detalles.

Esto último es lo que se propone la Sanguchería Layon. Si usted, lector(a), me permite ir un poco más lejos en este punto, diré que Gabriel Salazar nos da una clave aplicable a la sanguchería. Nuestra historia gastronómica más interesante está muy a la mano; es la historia de lo que comían y comen nuestros abuelos, nuestros viejos. Si la conocemos bien, sabremos mejor quiénes somos. ¿Se puede hacer algo premium con ese respaldo y en el mismo espacio en que descollan el Rívoli y Le Bistrot? Veamos el resultado.

¿Ve el ají rojo en segundo plano?

La oferta se concentra en lomitos, churrascos y mechada. Aparte de las variedades italiano, completo y chacarero, Layon ofrece la combinación tomate-ají verde («chileno»), pimiento rojo-mayo («español») y el mix tomate-palta-mayonesa-chucrut (bautizado como el local: Layon). También se ofrece palta sola como agregado (y lo cierto es que una buena palta basta para enaltecer un lomo hasta hacerlo un manjar de dioses paganos) y la versión Luco. Pedimos una Mechada Luco y ahora le contamos lo que pasó.

Pan frica dorado, con semillitas de sésamo. Redondito y de buena consistencia. Dentro de él, abundante carne mechada: 4 lonjas de buen grosor, sabrosa, impregnada de caldo y con trocitos de zanahoria insertos en la carne (vea la técnica indicada). El queso derretido -algún mantecoso de buena consistencia, no esos laminados con tan poco espíritu lácteo- está adherido a ambos lados del pan.

Este es un detalle que nos gustó mucho: no sólo el maestro sanguchero de Layon sabe que la abundancia de los ingredientes es muy importante (cantidad). Tampoco se conforma con usar un buen queso (calidad). También se da el tiempo para ordenar su sánguche de tal manera que resulta imposible disociar pan y queso. Empiece por donde empiece, el resultado es delicioso y agiganta a la mechada. La siguiente imagen lo dice bien.

Queso a ambos costados

Hay entonces diseño, cuidados, mejoras, detalles que ayudan a desplegar una sorpresa que sin embargo todos sabemos desde siempre: que la carne y el queso quedan ricos juntos, abrazados dentro de un pan. Layon (un gesto castellano, tal como usar «sanguchería») quiere deleitar a los turistas del barrio con novedades que no son del todo nuevas. Bien ganado tiene el adjetivo de sanguchería gourmet, sin necesitar hacer mechada de ciervo o derretir mozarela de búfala o gorgonzola.

Para acompañar hay cervezas, jugos y bebidas. Entre las chelas artesanales, pedimos una pale ale que tenía un gustillo alegre, como a manzana ácida. El ají rojo que fuimos disponiendo a medida que dimos cuenta del bocado hizo un estupendo balance.

Layon es una buena noticia, entonces. Un sitio tranquilo para ir, a nuestro juicio nada de caro ($3200 el sánguche y la cerveza más cara está a menos de 2 lucas), en un emplazamiento de privilegio. En la mesa de al lado, cuatro brasileños comían aplicados. Nos daban ganas de decirles -pero es feo molestar- que estaban participando de una costumbre nuestra que Layon cultiva con destreza gastronómica. Un lugar hecho y derecho. Ojo: tienen delivery (f:3342958).

Un kiosko en San Fernando (colaboración de Cuncuno)

Cuncuno hizo la ilustración que identifica a sánguches y además ofreció colaborar con un texto. Es un amigo de la casa que tiene una extraña idea de cómo afrontar un bajón de hambre.

Bajoneo bucólico pastoril, por Cuncuno

Por mi condición de estudiante provinciano, la mayoría de los artículos de este blog se me presentan como vitrinas de cierto piso de diseño en un concurrido centro comercial. A menudo me he quejado con el administrador por no darle peso necesario a aquellos coléricos y poco salubres establecimientos que brotan en la capital (a excepción de un par de notables datos). Pero detrás de esta línea editorial veo una lógica razonable; lo que se come en estos locales suele ser una versión grotesca y mutante de las recetas originales, producto de ecuaciones capitalistas que intentan complacer cantidad y precio; a costa de calidad y en muchos casos, salud.

Pero no todo está perdido, existe un lugar en las afueras de Chile llamado «provincia»; en este caso me referiré específicamente a la comuna de San Fernando, mi lugar de origen y lavadora personal.

Corría un fin de semana un tanto agitado, creo que fue una noche previa a las últimas elecciones; como era de costumbre, la juventud sanfernandina consumía alcohol independiente de las más estrictas prohibiciones. Pasada la una de la mañana, la banda de turno comenzó a aburrir con un repertorio prehistórico y un par de peleas de bar gatillaron nuestra salida en busca de algo para comer y seguir conversando en el auto.

Fuera del concurrido bar, San Fernando parecía ser un desierto aún más deprimente de lo normal, y no encontrábamos alguno de los típicos sucuchos abiertos; los efectos de la marihuana en el chofer potenciaron una desesperada búsqueda de comida fuera del redil de seguridad que supone el casco viejo de la ciudad, para terminar adentrándonos en barrios más recientes; frutos de traslados de campamentos a mediados de la década pasada.

Después de perdernos entre la nieba y las calles carentes de señalización y planificación damera, una tímida luz titilante se nos presentó de golpe. El lugar se trataba de un humilde kiosco ampliado precariamente y atendido por dos señoras con la oferta regular de sánguches y completos, bebidas de origen alternativo y papas fritas.

La provincia ilustrada tiene algo para usted

Y he aquí donde se nos presentó el primer golpe: el precio. Un italiano de tamaño y proporciones más que regulares a $750. El resto de los precios seguían una lógica similar, pero después de tanta cerveza no quisimos ahondar en algo más ostentoso, independiente de lo económico que era.

Segundo golpe: la calidad. El pan era consistente y con una cantidad razonable de sal, la palta poseía su solidez habitual y el tomate sabía a tomate. Las vienesas eran bastante normales para un local de estas características. Mientras las señoras preparaban las órdenes, notamos que no recurrían al vil truco de hacer rendir la palta y los condimentos. Es más, la cantidad de palta era tal que una de las acompañantes pidió menos (para luego ser debidamente abucheada por el resto del grupo).

Mientras consumíamos al ritmo de la Radio Tropical Latina, conversamos con las señoras, quienes nos contaban cómo manejaban el negocio usando proveedores del mismo barrio, o incluso ingredientes de su propio huerto. Contaban que no buscaban hacerse millonarias vendiendo completos, pero la buena fama del kiosco lo mantenía con buenos dividendos, no teniedo que arriesgar a comprar ingredientes inconsistentes ni inventar monstruosidades de barrios universitarios. El comercio y la producción local mantenían al boliche en números verdes, atendiendo desde un patio trasero en una zona bastante poblada, sin comprometer la calidad. Así de simple.

El golpe final fue la expansión estomacal que pudo dejar un simple italiano de no más de 20 cms, cuando es preparado con la apropiada calidad y el cariño de las viejitas (que eran bastante simpáticas; el canábico chofer hasta bailó cumbia con una de ellas). No todo está perdido, señores; mientras el chileno no entienda que el dinero no es el fin ultimo en la vida y recurra a un sinnúmero de artimañas para conseguirlo y aspirar a modos de vida importados (ya sea en su versión yankee hiperconsumista o en la fantasía neo-socialista de alta costura). Un par de señoras nos enseñaron que un endeble kiosco perdido en la niebla hacía más que una cadena de comidas o el último boom de la gastronomía con turismo social. Porque el kiosco sabía lo que hacia, lo hacía bien y no pretendía ser otra cosa.

Identidad, simpleza y una lección de vida en un pequeño pero contundente italiano.

El Barros Bielsa

Se nos ocurrió esa idea el año pasado: un sánguche-homenaje al entrenador. Porque es buen entrenador, porque sentimos gratitud y porque un sánguche es un homenaje cotidiano, popular, disfrutable. No un homenaje forzoso ni solemne, no una trampa de protocolos o de precios inalcanzables.

Se termina una época. Quedan varias ideas que merecerán un desarrollo por escrito (este es un blog de textos, más que de fotos). Pero que quede muy claro: entre un sánguche falso y presumido (me refiero a este) y un sánguche que junte una milanesa argentina con un queso mantecoso de acá, vamos a preferir siempre lo que aprendimos de Bielsa sobre idiosincracia, sobre auto-respeto y sobre lo que vale la pena cuando uno busca de qué estar orgulloso.

El sánguche Piñera

El sánguche Piñera no cuadra, pero ¿por qué? Veamos.

¿Se puede homenajear a un presidente con un sánguche? Una pregunta que en casi cualquier país sería absurda, en Chile tiene una respuesta taxativa: por supuesto que se puede. Ahí está el Barros Luco. De hecho, toda la mitología le atribuye a un conde británico la invención de este ingenioso artefacto cultural y culinario, de modo que los poderosos y los sánguches pueden avenirse. Otra cosa es la suspicacia que levanta imaginarse a quien todo lo puede pagar comiéndose un pan.

¿Puede ser tan deliberada la creación del bocadillo como vemos en este caso? En sánguches ya dijimos que la gratitud popular a quien queremos como a un prócer puede bautizar algún invento sangucheril. De modo que tampoco importaría si el homenaje es espontáneo o planificado. El sánguche podría valer la pena igualmente.

Para añadir una tercera pregunta: ¿se puede hacer un homenaje popular, identitario o con inspiraciones (¿ínfulas?) históricas locales echando mano a ingredientes como el queso filadelfia, el salmón ahumado o la rúcula, que parecen un poco ajenos? Nosotros pensamos que sí y esperamos que en el futuro la tradición sanguchera de Chile incorpore muchas influencias, ingredientes, sazones e ideas.

Entonces, está bien el homenaje a la autoridad, la planificación y la novedad. El buen sánguche no tiene por qué ser siempre una espontaneidad folklórica. Lo que en todo caso no nos convence del sánguche Piñera inventado por el actual propietario de la Confitería Torres es que no entendemos cómo va a resistir la prueba del tiempo. Cómo va a entrar en los paladares de los que a diario elegimos pan como almuerzo o comida. Qué identificación tiene un millonario con una fuente de soda. Qué significa que el actual dueño del café Torres mire hacia la élite para relanzar su local en lugar de nutrirse de una historia envidiablemente larga y bonita. No nos convence porque no hay cariño, sino cálculo. No hay la más mínima honestidad en el gesto, tampoco en la receta.

(Por si quiere comer novedades, le recomiendo sinceramente el Tío Manolo, Maldito Chef, Plaza Victoria y también el Dominó.)