La cocina en un país clasista

En este blog estamos siempre oscilando entre sentimientos de orgullo por la cultura popular que hay en el sánguche y la precaución de no ponernos chovinistas, nacionalistas, demasiado serios o sensibles a la posibilidad de que nuestros gustos no sean compartidos. Debe ser porque lo más habitual en materia de gustos es que no haya mucho en común, de modo que lo habitual es pasar mucho tiempo defendiéndose en vez de celebrar, sobre todo en Chile.

¿Por qué sería difícil encontrar algo que los chilenos tengamos en común en materia de comidas? Veamos algunas posibles respuestas:

  • Decir «cocina chilena» supone encontrar algo compartido a lo largo de la historia. Tradiciones que consisten en aprendizajes que los padres enseñan a los hijos, que estos mantienen vivos, que reproducen y enseñan luego. Nuestro país nunca ha tenido genuinas tradiciones, en la medida que estamos corroídos por una duda terrible: ¿seremos mínimamente aceptables? La facilidad con que incorporamos novedades es sospechosa y elocuente. No obstante, en los recuerdos de la infancia hay puntos en común. Borrosos y todo, existen.
  • También puede tratarse de un factor común que atraviesa regiones geográficas y culturales. La diversidad del territorio chileno es exaltada porque ofrece particularidades, naturalmente, pero ¿hay algo que las conecte? ¿Conocemos de verdad los santiaguinos las costumbres alimentarias de Atacama o Aysén? ¿Tendrán idea en la pampa nortina de lo que Chiloé ofrece, lo que está amenazado y lo que vale la pena cuidar? El centralismo chileno es una expresión muy clara del terror a la desintegración territorial, que sería lo más natural por otra parte. No obstante, por distintas razones, hay hebras que comunican zonas distantes, migraciones internas que acumulan relaciones de larga data. Hay un pan chileno reconocible, al menos, que puebla una parte importante del territorio y actúa como un hilo conductor.
  • Pero en Chile ni el tiempo ni el territorio son barreras tan insalvables como las clases sociales. Esa grieta tiene el poder de aparecerse en la cultura alimentaria del país donde menos se la espera. Podremos habitar incluso la misma ciudad, pero nos mantendremos comiendo cada cual lo que debe comer. Las élites permanecen celosas de su gusto, asquientas a lo ajeno. Las masas, desconfiadas de lo nuevo y quizás avergonzadas de los olores que salen de sus cocinas. Esta es, pensamos, la principal dificultad para encontrar algo que merezca el título de «cocina chilena», y es contra esa resistencia que pelean muchos.

En fin: en nuestro país no hay cómo darle de comer a una señora elegante de Vitacura un plato que en una fiesta familiar de provincia sería el resumen de todas las virtudes (enjundia, abundancia, contundencia). Y si la señora tuviera una receta chilena novedosa y de genuino interés gastronómico, es casi imposible pensar que esa preparación vaya a cruzar hasta el otro lado de la ciudad; los precios, los gustos y hasta el lenguaje lo impedirían.

Si estas afirmaciones fueran ciertas, sería posible observar en la clase media -aquellos que han mudado de barrio, ingresos y lenguaje en el tiempo de una o dos generaciones- los efectos de provenir de una dieta y entrar en la otra. La familiaridad (a veces secreta) con el chancho y, simultáneamente, el interés desbocado por los restoranes de moda, tan rendidores a la hora de ser vistos. La dificultad de anudar bien la carga de lo que se ha aprendido en la infancia mientras se visitan parajes nuevos, sofisticados. El esnobismo chileno con el vino y la comida es, pensamos, una evidencia a favor de estas afirmaciones.

Una propuesta de escape a esta fractura clasista en la cocina es la de rescatar la comida chilena en medio de la globalización. Pero, al margen de los ejemplos, ¿qué se «rescata» en general? Recetas antiguas, perdidas, casi extintas a no ser por los apuntes que dejó la abuela y a los que nadie había mirado con atención. O quizás rescatar es una forma de decir que el charquicán o el chacarero nunca nos dejaron de gustar y que ya es hora de admitirlo públicamente. ¿Quién rescata? El rescate tiene que contar con la venia de alguna señora pituca, algún juez extranjero, un árbitro investido de autoridad académica, estética y social. El rescate en cuestión corre el serio riesgo de ser en realidad una moda, por un rato. Como la cumbia paltona: si lo hacemos porque está de moda, no corremos el riesgo que alguien piense que realmente nos gusta.

Puede llamarse paternalismo, exotismo, emporialismo, comercialización, privatización. Nuestro punto de vista es que va a haber cocina chilena cuando conozcamos lugares que no vemos, cuando probemos recetas que no nos corresponden por cuna y nos gusten. El tiempo irá haciendo la síntesis.

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