Kiosko Roca: Pancito, leche con plátano, Magallanes

En la calle Julio Roca, de Punta Arenas, hay un kiosko magallánico. Es decir, un local bien protegido del viento, sencillo y directo en su oferta. Vende cigarrillos, confites y bebidas, aunque prensa no hay. Por eso es un kiosko, una picada.

La clave está en el pancito.

El Kiosko Roca tiene una reputación admitida por trip advisor, el ministerio de Cultura y varios cronistas bien informados, pero más que nada tiene un lugar ganado en la vida cotidiana de la ciudad a la que pertenece.

Esto es muy importante. Si a un santiaguino curioso por la comida le dicen que hay una picada en que se come choripán y leche con plátano, imaginará seguramente media marraqueta bien crujiente con un chorizo asado a las brasas, pesado y muy graso. La leche con plátano, desde luego, no puede ser más que leche fría, plátano y una juguera. Pero no: esa imagen no describe al Kiosko Roca. La diferencia radica, precisamente, en que estamos en Magallanes. Es otro lugar, otra historia y hábitos distintos.

Kiosko Roca

Una foto publicada por @sanguches el 7 de Ene de 2016 a la(s) 2:25 PST

 

Pedimos un pan con chorizo -«pancito» es más correcto-, pero nos retrucaron «¿uno nomás?», señal que uno no es ninguno. La gente que conoce lleva cuatro. Son hallullas chiquititas, aunque contundentes por el relleno. Calentitas, de cáscara quebradiza, miga blandísima. Gloriosas, únicas. Empezamos a entender el origen de la fama.

El chorizo está presentado como una pasta, al estilo de la sobrasada española. No sería nada de raro que ese fuese el origen, dada la migración que ha construido la comunidad magallánica. Un poco de mayonesa casera completa la combinación. Calórica, por cierto. Potente en sabores, aunque el diámetro es tan reducido que nadie está obligado al empacho. Se puede pedir con más mayonesa y/o con queso.

La otra parte del combo de la casa es -sí, leyó bien- la leche con plátano cuya preparación se hace a la vista del comensal acodado en la barrita: una licuadora llena de plátanos con un poquito de leche, se procesa sin apuro y luego se combina con un galón de no menos de 20 litros de leche. El resultado es el sabor bien dulce y conocido en todas las casas, pero en una textura muy ligera y suave, que equilibra -esto es una prueba que el lector tendrá que hacer por sí mismo- la rotunda propuesta de sabores del pan con chorizo y mayo. Es una especie de postre + refresco, en un lugar en que no hace calor y donde las calorías combaten abiertamente con el crudo viento helado apenas se sale a la calle.

El resto de la fama tiene dos componentes: el precio módico y la devoción de la casa por su equipo de fútbol, tan intensa como para no tener una imagen publicitaria y haberla reemplazado por el escudo de ese club. Aunque no la compartimos, nos llevó a recordar esta columna en que se consigna que antes del fútbol moderno, empresarial y fluorescente, hubo amor por otros símbolos. Pues bien: fútbol aparte, el Kiosko Roca es un justamente un estandarte de la alimentación urbana y popular en este mundo aparte que es Magallanes.

Barrios y Sánguches (3): un país llamado Gran Avenida (por @vinocracia)

No todos los barrios gozan de una avenida que a lo ancho sume seis pistas, que soporta en ambas veredas la fantasía de un vanidoso y extravagante comercio fuera de lugar para la época: imaginen un anfiteatro de conciertos al aire libre, discotecas, un bowling y una pista de patinaje techada e impecablemente recubierta de parquet. Desfilan también clubes comunales en grandes y encopetados caserones a la europea, que resguardan imaginariamente a los descendientes de esos antiguos títulos nobiliarios capitalinos que se agregaron a la cola del barrio Republica.

Esa misma flor y nata ordenó el espacio público (no es un reclamo, lo hicieron bastante bien como ente regulador), sustentando el comercio de insumos básicos y algunos más rebuscados, y los infaltables emplazamientos de ocio comestible. En la misma arquitectura se levantan picadas a la chilena, parrilladas, restaurantes y salones de baile para elegantes parrandas de tango y bife, obviamente regados con Campari Tonic y vino embotellado. Pero eso no es todo. Hay verdaderas rarezas que conciben su propia atmosfera antojadiza, como el sombrío y discreto Drive-In en cuya fachada de piedra y desde la vereda se podía elucubrar lo que ocurría tras la oscura entrada y los luminosos neones azules sin usar tanta imaginación. Incluso, a este lugar lo llegaron a reconocer como “un antro de correteo y mastique simultáneo”. Vicios bastante pomposos para una comuna que desplegaba con orgullo sus colegios de moral católica y otros de renombre francés.

vía Brügmann Restauradores

Esto que puede parecer un enclave atemporal, semicordillerano o barrialtino, realmente constituye lo que fue hasta un poco antes de 1990, la activa vida comercial y social en torno a la Gran Avenida José Miguel Carrera, que involucra a las comunas de San Miguel y gran parte de La Cisterna.

A simple vista, esto no guarda relación alguna con lo que pueda figurarse en cuanto a barrios tildados de clásicos, de hecho, esto es la suma y mezcolanza de microbarrios que desde una amplia diversidad social se estratificaron y que disfrutaron de una transversalidad y vínculos comunitarios como pocas veces se ha visto en Santiago. Dentro de los firmes murallones de las viviendas, que fue el dispendio aristócrata del Llano Subercaseux, se hallan otras de menor orden que así y todo fueron extraídas de los frecuentes delirios arquitectónicos europeos, donde habitaron políticos, profesionales y funcionarios públicos. Por otro lado se extendían las viviendas progresivas que fueron construyendo los obreros, gracias el avance de fabricas textiles y de calzado que se extendieron desde Carlos Valdovinos hasta Lo Ovalle. Esta confluencia social, excelente planificación y entendimiento entre partes –de la cual nunca nos habló el trasnochado y ochentero grupo musical de San Miguel– es condimentada por una cantidad insólita y numerosa de fuentes de soda hábilmente decoradas replicando pretenciosamente el ambiente y efervescencia de las cafeterías y heladerías norteamericanas. Guardando las proporciones obviamente, ya que precariamente se acercaban al objetivo.

Contextualmente, quizás fue la influencia de revistas y series televisivas que dejaron estas matrices como parte de los idearios colectivos de sus locatarios. Quién sabe. Fuera de este frustrado y poco atractivo intento ondero por dar apariencia y servicio, hay peso suficiente para hablar de sánguches, e incluso validar la importancia del corredor comercial en Gran Avenida, que logró contener lo que por entonces no era una moda ni siquiera en las sangucherías clásicas del centro de Santiago.

Sin querer ahondar demasiado ante la tediosa crisis de 1982 y sus molestas repercusiones, cabe señalar lo frecuentes que fueron los desajustes en el precio de los alimentos. Eso encareció todo tipo de preparaciones, logrando cierta desatención pública que veía a cualquier local de paso comestible como un despilfarro. En los años sucesivos se puede apreciar que las clásicas sangucherías del centro de la capital comienzan a echar mano del ingenio, buscando diversificar su oferta para cambiar la indiferencia peatonal ante el modesto atractivo de los locales. De esta forma el sánguche sale del pan o simplemente se elimina, para ser puesto en un plato ancho y exhibido a modo de maqueta en las vitrinas de los mismos locales. Algunos incluso, con ingredientes adicionales de dudoso gusto y poca congruencia, como las papas fritas con puré, vienesas, huevo y cebolla frita.

Todo esto no es sólo para ahondar en la necesidad de un gancho visual o supuestamente influir en un posible comensal; es simultáneamente, un arrebato algo exacerbado ante la propia competencia y a los nuevos negocios que fructificaron, y que lograron efectivamente asfixiar a las sangucherías. Hablemos de las -a estas alturas- clásicas fritanguerías de pollo con papas.

Vía http://es.foursquare.com/leozumu

El Cocoriko y Los Pollitos Dicen de Estado, El Pollo Stop, el Pollo Caballo de Matta y Viel, los Pollos de Monserrat, el de Phillips y Bulnes (ahora Pollo Tarragona) el Catari de Ismael Valdés y tantos otros símiles, fueron parte de nuestro renovado y sincero carácter; simplemente querer más sabor y calorías por menos dinero. Y en forma rápida. Así logran extenderse en la ciudad más allá de Estación Central, Gran Avenida, Las Condes y Recoleta. Es tal su despliegue que incluso las picadas tradicionales integran parte de este menú –sobre todo las papas fritas- como acompañamiento de arrollados y perniles. Sin embargo es el estandarizado cuarto de pollo con papas fritas el que dominó el panorama alimentario de las oficinas y el paseo familiar al centro; que desde los $600 pesos de una bandeja de cuarto de pollo hasta la de medio por $1.000 pesos, batió los precios del tradicional Zurich de Plaza Baquedano, cuyos lomitos y otras preparaciones rondaban los $1.200 pesos de la época. El sánguche queda relegado por el encarecimiento de sus ingredientes, a una especie de lujo opcional y no a una solución práctica.

Gran Avenida: la antítesis céntrica.

Matadero Franklin, a diferencia de la Vega Central, abusó varias décadas de la informalidad comercial y de las nulas intervenciones sanitarias. La carne, embutidos y otros alimentos similares provenían (no en su mayoría) de carnicerías clandestinas, encontrándose incluso un gran abastecimiento de carne de caballo que se hacía pasar por vacuno. Las verduras que venían de Maipú y Pajaritos, y otras cultivadas a orillas del Mapocho hacia la costa, se mezclaban con las provenientes del sur, siendo todas ofrecidas por los mismos parceleros que viajaban a Santiago, buscando así eliminar los intermediarios y evadir cualquier fiscalización sanitaria. Sigue leyendo

Invitación: Feria del Sánguche 2013

Los lectores de siempre ya saben que en 2011 y 2012 estuvimos en la Feria del Sánguche. Este año también.

El año pasado un asistente nos recomendó: «Tiene que hablar del sánguche de calle». Y le hicimos caso, 51 semanas después: a partir de lo que aprendimos en Barrios y Sánguches, con Alvaro Tello, estaremos conversando sobre esta exquisitez.

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Pulpa de chancho a la plancha, marraqueta: el barrio Franklin resumido

Se trata de un sánguche nacido y criado en las cercanías del Mercado Matadero Franklin, que se llama Lomito pero no lo es realmente, y por esa vía buscaremos asociar lo que más nos gusta: la comida y la cultura urbana y popular chilena.

Vayan: domingo 8 de diciembre, 12:30. Pagan $3 lucas y reciben un ticket para tomar algo. Nos vemos.

La chilenidad que se come en septiembre

El copihue y la cueca son símbolos nacionales que le debemos a la dictadura, que sintió la necesidad de dotarnos oficialmente de una flor y una danza mediante decretos. Sobre la belleza de la flor o los méritos estéticos del baile podríamos discutir cualquier otro día. Lo que nos gustaría señalar es esta oficialidad: la chilenidad entendida como un mandato legal proveniente de una autoridad. En este caso se trata de una ilegítima, militar, uniformada y carente de lo que sostiene a los símbolos patrios: un mínimo de respeto por quienes habitan dentro de los límites de la tierra del copihue y la cueca.

2013: EN EL PARQUE O´HIGGINS! LA YEIN FONDA OFICIAL

Pero no es la única chilenidad oficial: en los mismos actos donde la cueca militar fue un gesto deferente de parte de los escolares hacia las autoridades regionales, vinieron luego las cuecas choras como su reverso concertacionista. Sigamos la cronología: a comienzos de la transición fue La Negra Ester, el Tío Roberto, el Tío Lalo, Los Tres, la Yein Fonda. En 2013, la Yein Fonda adjudicándose el papel principal en el 18 de Santiago. No es falso que la fonda oficial de Los Tres tiene una oferta musical atractiva y un sentido del humor que podría resultarnos familiar. Lo que queremos subrayar es este carácter oficial. Legítimo, a diferencia de los decretos de Pinochet, pero oficial. En vez de autoridades, artistas-empresarios.

En lo que respecta a la comida, la empanada sería el símil del copihue, la espuela y la rueda de carreta. Por alguna razón, el menú dieciochero considera de modo perentorio que la chilenidad que se come debe consistir en anticuchos, choripanes (invento más bien argentino que en los 80s no se consumía) y asados. El oficialismo del Parque O’Higgins tiene estas dos caras: la parada militar y su agria exhibición de armas, las fondas y su menú carísimo, insalubre a veces, incomible casi siempre. Por supuesto que vemos la diferencia entre armas y parrilladas (preferimos las segundas), pero el hecho es que cohabitan el mismo recinto ornamentado de tricolor.

Desde este blog pensamos que todo lo que se vuelve oficial, en algún momento se vuelve obligatorio, luego alguien se lo apropia, lo privatiza o lo concesiona, lo vuelve exclusivo (si es rentable) y entonces se le despoja de su sentido más elemental. No tenemos registro de ningún decreto sobre «la comida chilena oficial» ni queremos que llegue nadie a privatizar ninguna receta (aunque sea chora). La sanguchería chilena no ha necesitado nada de esto para existir como una cultura viva de alimentación urbana y popular. Así debería mantenerse en el futuro.

Apuntes del seminario de @PebreChile en la Biblioteca Nacional

El jueves 22 de agosto estuvimos en la Biblioteca Nacional -una acertada elección que debe ser entendida políticamente- en el primer seminario que organizó Pebre. Pudimos estar en tres de las cuatro mesas y tomamos algunas notas. Apuntes que no necesariamente consisten en fijar lo que dijeron los expositores, sino en ideas que se echan a andar y que podrían cómodamente caer entre los contenidos de este blog. Por ahora una lista que estará mejor en un post que entre los papeles del escritorio, a ver si las ideas se desarrollan más luego:

  • ¿Qué quiere decir «rescatar» o «poner en valor» la cocina chilena? Para el periodismo, este término significa salir en la tele. Para los empresarios, es que la cocina chilena venda. Para las autoridades es que el tema entre en la agenda y -algún día- rente políticamente. Que los artistas te dediquen obras. Que el márketing se fascine por la estética de la comida chilena y la ponga de moda. Que la Biblioteca Nacional seleccione y resguarde lo que debe considerarse lo mejor.
  • ¿Dónde estaba la cultura alimentaria chilena antes de que llegaran los actuales rescatistas? Antes de los sponsors, las autoridades y los medios, y parecido a lo que pasa en la producción científica o en la música popular, ha vivido en la privacidad de las familias y en la independencia respecto al mundo corporativo. Sin rostros ni voceros, seguramente su tránsito ha sido por la anchura enorme del anonimato (que es donde pasamos la mayor parte del tiempo, donde seguiremos estando). No se ha necesitado emprendimiento ni pasión -términos muy queridos por el márketing- para mantener viva una corriente cultural. Por supuesto, esta independencia significa limitaciones grandes que pueden subsanarse.
  • Si no hay política en la cocina, el tema no vale mucho la pena: se aplican cómoda y naturalmente algunos debates políticos a nuestro tema. Ejemplos: ¿debe ser privado o público el patrimonio alimentario? ¿Nos contentamos con la figuración de la comida en los medios y en los eventos, o debemos aspirar a una antropología y una historia de nuestras propias costumbres? ¿Es usted un conservador o un liberal respecto a qué y cómo comer? ¿Debe Chile cerrarse más o abrirse más a la globalización alimentaria?
  • ¿Tiene que verse autóctono para ser auténtico? Hay una nube de resquemor cuidando un patrimonio, lo que es comprensible. Pero no es claro si lo que se quiere conservar -poner a salvo, restaurar, recordar- es algo que está fosilizado en la memoria o está vivo. Se nota especialmente en la tensión que hay entre cocinar y cobrar por dar de comer, como si fueran dos actividades que se mezclan muy mal.
  • «La identidad chilena está en mi casa»: decir esto es un gran avance. Sabemos mucho de nosotros mismos a fuerza de comer todos los días de la vida, pero aún así la pregunta sobre la identidad chilena suena a esas terribles pruebas sorpresa de la edad escolar. El problema no es tanto nuestra inseguridad y autodesprecio -todos sabemos que la buena cocina se impone a ese escollo-, sino que la tarea de conocer la cocina chilena supone que tendremos que ir a comer a las casas de otros chilenos. Gente que odiamos y despreciamos, que nunca ha compartido nuestra mesa. Chile es un país segregado, y así es también nuestra mesa.
  • Tener un restaurante chileno: quizás lo mejor del seminario fue escuchar a dueños de lugares apartados de Santiago y aprender de su modo de vida y  trabajo. Negocios que prescinden de ambiciones o deberes, pero que están animados por deseos arraigados y legados valiosos. Que tienen una tecnología propia y sofisticada. Que valoran a los clientes, pero que no les dan la razón así nomás. Que quieren alimentar a los hijos con un sabor que -da la impresión al menos- siempre estuvo ahí y que no requiere rescate alguno. O quizás sí: rescatarse uno mismo su propio gusto, ofrecer lo que nosotros encontramos rico en lugar de fingir.
  • El mundo de palabras alrededor de la comida chilena: pudorosos de su opulencia o avergonzados de su pobreza, los relatos literarios insisten en no decir qué comemos los chilenos. Escribir sobre comida es, entonces, cambiar hasta cierto punto la contención por el derroche. Hablar de un sentimiento conocido por todos, pero poco conversado, respecto al hambre y la satisfacción de vencerla. Evitar la tendencia tan fuerte a aparentar que somos otros (afrancesados, aperuanados, agringados) y en cambio conectar el vocabulario con las cosas, hábitos o lugares que podamos reconocer. De ese experimento salen, lo sabemos, muchas palabras: altas y bajas, bonitas y feas.

Algunas imágenes del seminario pueden verse acá.

Comida de ricos, comida de pobres

Nada en el mundo es tan verdadero en Chile como la aparición de algo chileno en un medio extranjero. Parece intrincado de escribir, pero es un simple reflejo -involuntario, inexorable, instantáneo- que la educación chilena ha instalado en todos quienes crecimos aquí. Nuestros futbolistas sólo son buenos si así lo establece un diario argentino, español, italiano o inglés. Nuestras ciudades son interesantes o bonitas siempre y cuando un ránking anglófono lo señale. Nuestros problemas más antiguos son noticia si un informe de la OCDE, cubierto a su vez por un medio de alcance mundial, lo dice. Es un defecto nacional cuando lo miramos como un síntoma de alienación. Quizás sea algo mejor en la medida que refleja algo de escepticismo.

El caso de Felicitas Villanueva, cubierto por un diario de nombre New York Post, es la noticia de esta hora. La replican medios de mejor pelaje y tono menos amarillo. La noticia se hace más importante. Lo cubren medios más cercanos, se tuitea y retuitea. Seguramente aparecerán columnas para aislar las sucesivas capas de vergüenza: tener nana en un país como EEUU; agredirla y no pagarle; una acusación de esclavitud (en Chile suena inverosímil, pero en EEUU no tanto). Todo eso supone una miniatura del clasismo que tiene Chile en su columna vertebral. Pero detengámonos en lo siguiente:

La agresividad de los niños crecía cuando tenían apetito, y es que la madre, según Villanueva, compraba alimentos sólo en pequeñas cantidades. “El desayuno era por lo general un pequeño vaso de leche y un trozo de pan”, acusa.

Sin embargo, indicó Felicitas, la pareja, que pertenece a prominentes familias chilenas, gastaba gran cantidad de dinero en ropa, cenas y artículos personales (fuente: BioBio.cl).

Este caso permite trazar una línea -prácticamente recta- entre el dinero dedicado al lujo, la escasez de la despensa, el hambre (aunque una específica, distinta a la que conoce la mayoría: hambre de gente elegante), la violencia y el abuso. Eso dice mucho de la prioridad que tiene la alimentación para estos representantes de la alta sociedad chilena. Y si su caso es prototípico -como creemos- quizás apoye lo que hemos dicho antes en este blog sobre la comida de pobres y la contextura que resulta de esa forma de comer.

Esta familia come mal

¿Por qué el pituco chileno no come, o come tan poco y tan desabrido? Porque comer está en el límite de la biología y la crianza, donde viven las pulsiones. Porque ese acto de renuncia lo diferencia de otros, a quienes la represión psíquica les quedó mal instalada por la pobreza, y por eso comen sin modales, a risotadas, en grandes cantidades, con mucho aliño, con demasiada alegría, espontaneidad y angustia. Lo correcto, desde el punto de vista de los patrones de Felicitas, es comer poco, soso, ojalá no comer y no engordar que es como lo mismo, incluso a riesgo de transformarse en un energúmeno. La gratificación se experimenta en otro lugar (que no ha sido descubierto todavía).

No falta la buena cocinera chilena que estudió en Inglaterra, o la cocinera y vendedora de buenos sartenes en Alonso de Córdova que pueden hacer tambalear esta afirmación: señoras justificadamente cuicas que sí demuestran aprecio por la comida. No obstante, la vida de alto estándar que el matrimonio Hurley Custer quiere para sí y la elegancia que adjetiva todo lo anterior descansa en una renuncia primaria: privarse de la satisfacción más elemental y democrática que cualquier sujeto exige.

Por lo mismo, el deseo de una gastronomía chilena que pueda algún día salir en la prensa internacional nos exige evitar siempre, conscientemente y sin vacilación, la idea de que la gente elegante en Chile come bien.

Sorprendido comiendo chatarra

Si alguna vez el lector ha comido empanadas, sopaipillas o sánguches de potito en la calle, quizás ha sentido -junto con el calor de la fritura o el aroma de la masa- un vago temor de ser descubierto por alguna figura de autoridad. Se sabe que comer en la calle es mal visto y que la Seremi de Salud podría escoger justamente la esquina en la que uno se ha detenido para ejemplificar la falta de higiene, el exceso de calorías y grasas, además de otros vicios. Quizás no hay trazas de pudor, en cuyo caso el disfrute es más pleno.

Algo parecido ocurre en el consumo de fast-food, que llamaremos «chatarra» para hacer del todo evidente lo que hay de basural en este tipo de alimentación. En una mesa contigua, 10 compañeros y compañeras de trabajo despotrican contra el servidor y la impresora de la oficina que comparten, se toman fotos como excusa para arrimarse unas sobre otros y viceversa. Y comen hamburguesas, untan papas fritas en ketchup y sorben bebidas, porque es una microfiesta en medio de la jornada de trabajo. Pero al otro lado, en sendas mesas, dos solitarios comen con cara espartana y modales (es gracioso intentar modales cuando no hay servicios y la comida mancha) una comida que, tal parece, llena pero no alegra. Cumple, pero no enorgullece. Se come rápido también porque si alguien nos sorprendiera comiendo chatarra podría pensar que nos gusta husmear en la basura, que hemos perdido el asco y quizás la moral.

¿Exagero? No lo creo. Las noticias del día nos confirman que en otra cadena de comida chatarra alguien vio a un visitante del inframundo pasearse muy alegremente por el mesón de alimentos. Que realmente alguien nos podría preguntar cómo podemos comer en un sitio así o que podría entrar la autoridad sanitaria a clausurarlo.

La sanguchería chilena no es, lo sabemos, un quirófano. Ni debe serlo. Las bacterias y los roedores son muy democráticos en su distribución como para pensar que es un problema de los lugares chatarra. Pero así y todo, hemos de notar que en una fuente de soda bien puesta y regenteada con preocupación no es común que los comensales miren alrededor como pidiendo disculpas o temiendo la aparición de una peste. Una mezcla de higiene en cantidad suficiente y genuina libertad (o falta de vergüenza, que es menos altisonante) distingue la buena comida rápida de sanguchería de la chatarra.

Sánguches en revista Vinos y Más

Es la cobertura más extensa que ha tenido el blog. Tenemos una coincidencia importante con varias de las ideas recogidas en el número marzo-abril 2013 de la revista (por ejemplo la sidra de manzana, el Lomit’s). No es extraño si pensamos que la posibilidad de profundizar en la gastronomía y los vinos chilenos es un solo gran tema, sin distinciones de importancia entre cultura e industria.

Agradecemos a Alvaro Tello por su interés.