Como en los plebiscitos, ciertas preguntas admiten apenas el acuerdo o el desacuerdo. Por ejemplo: ¿Existe una identidad gastronómica chilena?, se preguntaba el diario de Agustín con motivo de las fiestas patrias.
Claro que existe. Sería harto ocioso dedicarle letras a algo fantasmal. Decir que no hay nada parecido a una identidad requeriría presentar argumentos muy enrevesados. La pregunta convoca, en todo caso, varias opiniones interesantes que discurren sobre los muchos matices que tal tema presenta (vale mucho la pena leerlo directamente).
Un matiz en particular nos convence: la larga vergüenza de nuestro mestizaje y nuestra cultura popular es el principal escollo que tenemos que superar.
En el siguiente texto, Santiago Aránguiz comenta el libro «Historia social de la música popular chilena, 1890-1950» en la Revista Musical Chilena.
Pop
Su lectura es una influencia para la tarea de escribir sobre un aspecto de la cultura popular:
Chile, apuntan los investigadores, se ha considerado a sí mismo como un país pobre, aislado y excluido, lo que ha condicionado el carácter y comportamiento de sus habitantes, como también sus formas de consumo y práctica musical. La música popular que se practica en Chile, agregan, se define por la producción, circulación y consumo musical de una sociedad y no por el origen del repertorio cultivado. Vale decir, por el contenido y las formas de apropiación, más que por el cultivo musical o artístico propio, autóctono, asimilable a la «identidad» nacional, aunque muchas veces esto no ocurra. En ese sentido, cabe destacar una de las ideas que los propios autores recogen de un músico chileno, en el sentido de que la música, según el compositor Gustavo Becerra, es quien la usa, y agrega a continuación de que la música popular chilena corresponde a aquella música relacionada, absorbida y practicada por el ciudadano que habita en el país.
En vez de buscar la identidad en la pureza de origen, rinde más buscar en los hábitos difundidos, presentes, vigentes. En ese sentido, lo propio es algo que no siempre pide ser descubierto ni desenterrado, como un tesoro viejo o una raíz vegetal. Se trataría de admitir y reconocer lo que nos gusta y que compartimos.
Por lo general, la Academia ha mirado con recelo, sospecha e indiferencia a la música popular, entre otras razones, por su carácter masivo, híbrido, pues cultiva un repertorio musical simple y efímero, carente de prestigio, «ordinario», impuro, sin valor, indigno para presentarse en escenarios sociales cultos o intelectuales, como el Teatro Municipal de Santiago, por ejemplo. Dicha institución, que se percibía a sí misma como protectora de la «pureza musical chilena», despotricará, nada más ni nada menos, contra el tango, el bolero y la canción que, por excelencia, son géneros musicales de enorme arrastre popular, pero no por ello insignificantes en cuanto a la calidad musical, compositiva e interpretativa. Despectivamente, a esta música se le llamó, en distintas oportunidades, música «de consumo», «comercial» o de «masas», negando, por consiguiente, cualquier aporte estético o artístico que pudiera tener.
No hay tal cosa como «alta cocina chilena», como tampoco hay ópera o ballet chileno. No hay alcurnia, simplemente. No hay nada europeo para lucir. Pese a esto, hoy podemos probar el estándar culinario de mantel largo, tanto como podemos visitar el Municipal: sirve para conocer y aprender. Pero no nos engañemos: la identidad no está en disfrazarse. Así como el bolero tiene en Chile una repercusión larga y fértil, la comida de masas y de las ciudades es un lugar donde buscar qué tiene para ofrecer esta cultura a la curiosidad alimentaria del mundo.
La música popular, señalan los autores, presenta algunas características que indefectiblemente debe poseer para denominarse como tal, como la de circunscribirse a la ajetreada vorágine urbana, vincularse a los medios de comunicación y a la sociedad de masas. Corresponde a un tipo de música mediatizada, masiva y moderna, la cual se ha nutrido de la aparición de la industria cultural, los avances tecnológicos, la publicidad, el surgimiento, validación y divulgación del disco, la radio y el cine. No es posible, por lo tanto, comprender la música popular sin la presencia de estos factores, puesto que son ellos quienes orientan, norman y definen qué se entiende por música popular.
El corolario de esta idea aplicada a nuestro tema es simple: el recetario sanguchero es amigo de la masividad, el consumo, el gusto popular, sujeto a modas y márketing. Lo mismo que la música pop. No hay que pedir exclusividad, circulación limitada y códigos minoritarios.
Tal cual la música popular puede generar un conocimiento, o el cine -ese espectáculo circense- puede alimentar la reflexión sincera sobre la vida cotidiana, la existencia de un libro como éste nos alienta a sostener que la comida de todos los días merece que, detrás del intento de atraer clientes y venderles pan, se escriba su historia.
Este post no es ni un resumen del libro ni un comentario sobre su contenido. Más bien, el libro nos da la opción de pensar en la relación entre la sanguchería chilena y el mundo de los negocios.
Versión XL incluye investigación de A. Hales
La Feria del Sánguche fue, según dicen sus creadoras, una consecuencia de la publicación del libro El Sánguche. En otras palabras, la tarea de recopilar recetas locales, investigar la historia de esta creación alimentaria y editar todo lo anterior en un libro ilustrado de gran formato, generó en las autoras la convicción de haber encontrado otra cosa: un espacio para desarrollar una industria gastronómica específica del sánguche. Antes de seguir a otras consideraciones, será bueno decir que estamos de acuerdo en lo atinado del propósito y que esperamos que prospere en el tiempo.
Dentro de la industria gastronómica chilena, el sánguche ocupa hoy un lugar menor: cuando no se trata de cadenas de comida chatarra (Doggi’s y sus precios sospechosos, Fritz y su grosera oferta del sánguche de medio kilo, así como otros por el estilo), tenemos un sinnúmero de intentos de futuro incierto, y luego un conjunto de locales que difícilmente se puedan considerar propiamente industriales. Es cierto que en la artesanía sanguchera hay un tesoro invaluable, pero no nos engañemos con ideas románticas. Las pequeñas fuentes de soda, los kioskitos, los carros y hasta los lugares insignes tienen que pensar en el crecimiento, ya sea para defenderse del gigantismo de la industria chatarrienta, como para pensar en dignificar el oficio (higiene, servicio, calidad en general).
Y acá entra (lo que entendemos que es) la propuesta de la Feria del Sánguche: mostrar al público y a los empresarios sangucheros que se puede ir más allá de la sobrevivencia y la dignificación, llegando a democratizar la gastronomía local por la vía de ponerla en el pan, y por qué no a exportar lo que sabemos hacer bien. Eso sería realmente poner al sánguche en un lugar destacado ya no sólo de la alimentación (que lo tiene ganado por historia y mérito), sino de la gastronomía.
En efecto, exportar tomates, huevos y paltas es un importante negocio. Pero exportar un recetario en que el tomate, la palta y el huevo se procesan de una cierta manera y crean un sabor que los chilenos conocemos como italiano es un negocio mucho mejor. Es semejante a la diferencia producir y exportar uva de mesa, o bien cultivar variedades vitícolas específicas y vinificarlas con destreza. Ese diferencial se llama valor agregado y requiere aplicar un conocimiento que viene de diversas fuentes: por lo pronto las academias de cocina y el saber popular. Acá entra el libro de Muzard y Hurtado.
Versión talla S
En su versión original, El Sánguche se lanzó como un libro de unos $25.000, posiblemente orientado a compartir destino con este tipo de publicaciones. Pero hoy tenemos en las manos una versión más barata ($5000), destinada a estar con las otras recetas en la cocina, literalmente de bolsillo. Este cambio tiene consecuencias interesantes.
Una consecuencia directa es que a un precio más barato, la sistematización de recetas hecha por las autoras queda más cerca del público, que es el verdadero propietario de la cultura sanguchera, y así el libro cumple mejor su propósito de difusión.
Otra es que incluye al libro dentro de la Feria, que es un lugar donde concretamente se reúne una cantidad apreciable de interesados -más de 20 mil- agregando contenido y un discurso cultural a la comida y la bebida. Al estar disponible la oferta sanguchera en todos lados, nos hace preguntarnos si realizar una Feria agrega algo al mero comercio: la respuesta es sí.
Una última consecuencia que celebramos es que la Feria no quiso coquetearle solamente a las élites que, tan a menudo, se apropian de manifestaciones de la cultura popular, las rentabilizan, luego las codifican y las alejan del público. Nos podrán retrucar que el Parque Araucano no es precisamente un enclave popular; por cierto, ese es un gesto deliberado y que debe tener sus razones. Pero ojo: también entre los lugares invitados hubo varios que son depositarios del conocimiento sanguchero más profundo y genuino, los precios -para los tiempos que corren- no fueron ninguna exageración y si alguien podría sentirse fuera de lugar no será la clientela sanguchera habitual, sino una mujer bronceada y atenta a su dieta que preguntaba a un maestro «oiga, ¿hay de estos mismos sándwichs pero en masa de wrap, porfa?» (cuña que escuchamos en directo).
Tal como ocurre con los vinos, es bueno tener libros que quieren darle espesor a un mercado, en este caso el del sánguche. Pero es mejor aún si esa actividad económica tiene raíces en una cultura en que el principio de la cooperación es más respetado que el afán de lucro. Tal como lo han aprendido nuestros vecinos, los buenos negocios no intentan privatizar la cultura de la que se nutren. Bien por los libros sangucheros a buenos precios. Y bien, muy bien, por la circulación no comercial del conocimiento.
Hace poco decíamos que hay pocos libros de cocina dedicados a los sanguchitos. Con el sello de Origo, especializados en cocina chilena, encontramos esta publicación de 2001 que se constituye en todo un rescate. El equipo que lo preparó tiene a Paula Hurtado en las recetas, Hernán Etchepare en las fotos, Pilar Hurtado en la edición de textos (y a cargo de un texto introductorio con la historia del sánguche). Participa también una nutricionista, Dawn Cooper.
El libro contiene 35 recetas agrupadas de la siguiente forma: vegetarianos, carnes, quesos, cecinas, pescados & mariscos, chilenos y mini sándwiches. Hay una intención educativa a lo largo de las preparaciones, incorporando datos como calorías, colesterol y cantidad de fibra. Se incluyen recetas chilenas clásicas, como un lomito completo que en realidad se prepara con solomillo, un falafel para los vegetarianos, y bastantes opciones de inspiración más gringa (roast beef, pastrami, atún), española (jamón serrano con melón o albahaca) e italiana (mozarella, ricotta, peperonata).
Habiendo pasado 10 años desde su publicación, este libro ha demostrado ser un apronte serio en el empeño de tratar al sánguche como una opción interesante, y no simplemente como un hábito curioso o un desaire al buen gusto. Pero también es notorio que el libro desapareció antes de concitar la atención que merecía. Prueba de esto es que Entre Panes ya no se encuentra en el mercado (librerías), pero sí lo pudimos encontrar en sitios de compra y venta en internet.
Esto nos lleva a un tema bastante conocido, palpable: mientras la búsqueda de información se democratiza y refina gracias a internet, la distribución de libros parece una actividad económica de futuro muy incierto. Pero no queremos explicarlo mal, si disponemos de un link en que Hernán Casciari expone en simple lo que está pasando con estos dos mundos.
El libro Entre Panes, rescatado como testimonio de una buena idea que no duró lo suficiente en librerías, es otra manera de llegar a una conclusión bastante fuerte en nosotros: es importante registrar, escribir y actualizar las recetas, porque expresan la historia y la cultura de un grupo humano que comparte pocas cosas por encima de las segmentaciones sociales. El pan es una de ellas. Lamentablemente (o no) el libro distribuido por métodos tradicionales no le hace justicia ni al tema ni al esfuerzo editorial. De ahí que un blog como sánguches tenga un rol.
El sánguche va ganando espacio entre los críticos gastronómicos, convence a chefs profesionales y extiende hoy sus fanáticos mucho más allá de la cofradía de siempre. Pero sigue siendo difícil encontrar libros especializados, por más que los anaqueles de libros sobre comida siguen ampliándose.
No obstante, el dueño de IT Sandwich & Bar agrega otras razones. Estamos en el terreno de la sanguchería académica, con incorporaciones gastronómicas, innovaciones y experimentos. Por tratarse de un ejercicio infinito -¿cuántos sánguches se pueden imaginar?- todo puede ser tomado como inicial, provisional. Pero Guerra no está teorizando, sino que cuenta con la carta de su restaurante como aval. El libro no la transcribe, pues la sobrepasa en cantidad de recetas; tampoco explica toda su oferta en el libro, pero la lógica de su construcción es evidentemente la de un cocinero que antes de armar un bocadillo va completando las mini-recetas que lo componen.
El libro categoriza sus recetas por función: para grandes momentos, no todo es carne, para enamorar, para no perder la línea, para pasar las penas y para niños («los futuros gourmet»).
Valoramos la fotografía y el formato, nada fifí, listo para tenerlo en la cocina mientras se ensaya el sangucheo de estándar gastronómico.
Sonia Montecino es antropóloga y se ha tomado muy en serio la tarea de mirar en la cocina y en la mesa quiénes son los chilenos cuando comen. Por tanto, su libro «La olla deleitosa» nos ha atraido y ya podemos subrayar algunas frases bien pensadas y que amplían nuestro interés sanguchero:
«Pero, lo propio [en la cocina] está siempre alterándose, cambiando, adoptando nuevos elementos que con el tiempo serán entendidos como parte constitutiva de lo personal, regional o local»
«El pan no es simplemente un bien digerible, sino que es el punto de partida de un sistema clasificatorio que establece oposiciones: estados de precariedad/abundancia, riqueza/pobreza, entre otras, pero sobre todo, en un sentido metonímico, representa lo cultural por excelencia, en la medida en que su apetito nos iguala en tanto sujetos culturales»
«Los panes de este período, en donde los mestizajes se cristalizaban, hablan de diversidad cultural y social: estaba la tortilla de rescoldo (claramente mapuche); el ‘pan español’, con grasa y miga; y el ‘pan chileno’, una hogaza aplastada con mucha cáscara que se partía en la mesa»