Todos los santiaguinos -los nativos y los adoptivos- sabemos que la marca Liguria quiere decir muchas cosas: un boliche chileno a la argentina (con historia, con cuento), una carta guachaca-chic, mozos insoportables, concurrencia famosilla, esos privados chicos e incómodos, un grupo de personas de izquierdas (en un sentido laxo) con afición al trago, maní tostado, Los Tres, The Clinic, Solari, Navia, Guarello, Aplaplac, el comando de Bachelet, el lote de Marco Enríquez, el viaje oficial a Cuba, y sobre todo, la mechada.
Reconozcamos, sin ambigüedades, que la mechada en marraqueta antes del Liguria era despreciada y relegada a picadas de Santiago poniente y al recuerdo acomplejado de las quintas de recreo. Durante la década del 90 y hasta nuestros días, la gente chora de Providencia aprendió a sacar la voz para pedirse este buen sánguche. Es un servicio por el cual tenemos gratitud.
Lo que no tenemos en la misma proporción es identificación con la parroquia formada en Manuel Montt, replicada en Thayer Ojeda y P de Valdivia. Para decirlo claramente: aunque lo hemos pasado bien ahí, no somos de ahí.
Las razones son muchas, pero seguramente no tienen mucha importancia pública. El Liguria, no importa qué pase durante el piñerismo, se institucionalizó tanto que ya puede respirar con autosuficiencia. Qué importa que uno prefiera evitar las cuentas abultadas del Liguria las más de las veces. El boliche seguirá su camino a gusto de sus dueños y de sus comensales, y con eso tiene bastante.
Nosotros, en cambio, le hemos jurado fidelidad al sánguche de mechada en cualquier circunstancia. Con o sin onda, cerca o lejos del poder, oficialista u opositor. Lo pasamos bien en el Liguria muchas veces, pero no somos de ahí.
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