El mercado requiere muchas señales que acerquen a vendedores y compradores. La internet pone la capacidad de buscar y la especificidad de los gustos al servicio de esto. Así, sabemos al instante cada milímetro que se mueve la frontera de lo novedoso, tanto si es en la música, el cine, la farándula, el vino, los autos, los gadgets, la apertura de nuevos restoranes y la apreciación de la comida callejera y cotidiana. Instagram lo demuestra: hay fotos de todo lo que nos interese, por específico que sea.
Pensar por un segundo en la infinidad de variantes que el mercado ofrece para un gusto determinado -no digamos necesidades absolutas, sino gustos opinables y siempre a un punto de la trivialidad- es para marearse y para desear tener todo el dinero del mundo. Y es la garantía de la insatisfacción perpetua. Podríamos viajar por el mundo entero buscando una comida o un libro o una botella de vino nueva, mejor, distinta, especial, auténtica, escasa: carísima. El gusto refinado es eso: una perpetua insatisfacción y una inquietud. Una escala de evaluación que siempre parece saturarse y necesitar algo más.
Pero comer no fue siempre un acto de consumo. O de consumismo. También es un acto privado, artesanal, sin finalidades comerciales, es un acto de gratuidad y también de encuentro. No porque nos guste el jipismo de la frase, sino porque es un acto obligatorio, de mínima economía y de escasez. Hay que comer algo. Siempre que tengamos hambre estaremos ante la opción de lo mínimo, lo frugal, lo viejo, lo repetido, y podría funcionar. El gusto no refinado: lo que nos calma siempre igual. ¿Es posible pensar en eso?
El problema mayor con el refinamiento -entendido como la aplicación estricta de las leyes del mercado a los gustos- es que siempre tenemos la impresión de estar ante algo perfectible. El second best. Algo desechable, no definitivo. Inacabado y provisional, incapaz de convencer y durar de un año para otro. Un ránking destinado a la ridiculez.
Sabemos que no podemos pretender con el blog estar fuera del circuito del consumo, mal que mal es lo que hacemos a diario y notamos el efecto publicitario que tiene hablar de sánguches. Pero no quisiéramos que Sánguches signifique solamente un catálogo de lugares de consumo -como esa parte de las páginas amarillas en que venían avisos de restoranes– sino también un recordatorio más discreto de los momentos en que comer solo es comer.