El anglicismo sandwich («sænwich» /ˈsænwɪtʃ/– casi nadie pronuncia la «d») no tiene una raíz o un significado, como ustedes saben: es un apellido que por costumbre se adhirió a los panes y sus rellenos. Pero la palabra suena bien como llamado a un ser querido que retumba en el paladar y el estómago, pasando por la imaginación. Si en Latinoamérica su verdadero nombre es «sánguche», en Japón es «sandoitchi«. Hay polémica sobre la transcripción, pero eso nos explica que se use «sando»: más corto, más simple.
Japón ha imaginado la vida después del apocalipsis, quizás, mejor que nadie. Animales mutantes por radioactividad, pandilleros de energía psíquica desbordante, virus imbatibles que producen cambios impensables adquieren una apariencia reconocible y crean una cultura popular. Algo entre ominoso y tierno, pero todos necesitamos imaginar que después del fin del mundo vendrá otro capítulo, como demuestra la vida después de 2019.
Para seguir comiendo sin salir de la casa durante las cuarentenas se requirió de muchos teléfonos, bicicletas y también motos. Migrantes con cascos pero sin contratos que les protegieran, dispuestos a moverse por una ciudad llena de miedo, aunque nunca completamente vacía. El sushi ya había copado los barrios y las imaginaciones cuando el virus se apropió de todo, pero el encierro añadió algo a la comida: la ansiedad de que la vida tuviera algún sabor para alejar el tedio, el susto, la espera absurda, la muerte contada a diario por ministros de salud. Lugares como DO Sushi hicieron algo al respecto y agregaron presentación, aroma, mezclas nuevas y algunas recetas sorprendentes. Tiene que ser transportable, por supuesto, y por tanto la caja negra en sí misma es un mensaje que levanta preguntas sobre el origen del contenido. Similar a lo que, en otro rubro, ofrecen pastelerías experimentales como Fiol.
Precisamente por la curiosidad no pedimos por app, sino que fuimos directo al local 115 de la galería ubicada en Holanda 067: encontramos una cocina tripulada por cuatro cocineros diligentes y animados, desplegando un talento que merecería un escenario más visible. En la puerta del lado, la oficina en que se reciben los pedidos (que se llaman como la persona que lo paga), se imprimen las comandas y se controla la producción. Al medio, en el pasillo, una mesa en que se empaqueta la comida con esmero y se entrega a los trabajadores de las plataformas, a quienes se llama por la marca de su empleador: Uber, Rappi, PedidosYa.
Rodeados de otros deliverys y algunos servicios de masaje descontracturante, Do Sushi vibra al pie de una torre de concreto a la vista, interactúa con decenas de clientes invisibles, despacha delicias en motos dignas de un manga japonés. Recibimos un sando hecho de filete apanado, remojado con decisión en una salsa agridulce («BBQ japonés») y arropado en el crujir del repollo. El concepto es reconocible, pero hay sorpresa en la textura cruda, el corte hecho para llevarlo directo a la boca y la sazón disonante propia de esta cocina. El precio no es barato, pero esta ciudad está carísima y nadie se está haciendo millonario vendiendo comida, me parece a mí.

Marcas de la casa: el soplete que agrega un rastro de calor, el sésamo negro, la salsa dulzona y contrastante. Carne blandísima, pan lácteo muy leve, pero una comida completa si se le acompaña con una cerveza, un vino ligero, tal vez sidra.