En un mundo hecho de inmigrantes tenemos un pequeño espacio de comodidad -con nuestra lengua, unas pocas pertenencias, la indulgencia de ser entendido en una comunidad- y un mar ajeno, amplísimo, inabarcable de diferencias cuyo ruido impide las sutilezas.
¿Cómo no va a ser ofensivo, entonces, que venga alguien de otra comunidad a vestirse con nuestras ropas? ¿Cómo me pueden pedir que baile al ritmo de mis canciones si la voz cantante no tiene el acento de los míos? ¿Por qué iba yo a probar una versión innovadora de la comida que, por otra parte, es más bien el sabor de mi casa, mi infancia, mi memoria? Añadamos: sabemos exactamente quién es dominado y quién es dominador. Tenemos entonces un mapa fiel para estimar quién tiene derecho a una cierta cultura y quién está usando ilegítimamente sus privilegios y recursos para usurpar las pertenencias de los débiles.
Alto: ¿qué es la cultura, sino una apropiación? ¿Qué sería de la gastronomía sin apropiaciones y aprendizajes? ¿Existe -fuera de la imaginación de puristas, sensibles y fanáticos- la pureza cultural exenta de apropiaciones?
¿Por qué dejamos que esta idea prospere?